Dos centímetros de mar de Carlos Vázquez Cruz [2008]

Zona Ambiente
Typography
  • Smaller Small Medium Big Bigger
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

[Nota Editorial: el curador de la sección Zona Ambiente, Egidio Colon Archilla, nos comparte esta reseña, por su valor histórico.]

Hoy les quiero compartir una reseña crítica escrita por Max Chárriez de Dos centímetros de mar de Carlos Vázquez Cruz, Editorial Tiempo Nuevo, 2008. Publicada originalmente en Gay Concierge Magazine el viernes, 26 de febrero de 2010. Puerto Rico es una isla, sería una redundancia decir “que rodeada de mar”, pero así lo decimos.

Es como si necesitáramos recordarlo. Como si el mar fuera ajeno, extraño. Nuestra mentalidad insular nos hace mirar hacia adentro, hacia la montaña y nos imaginamos que somos un continente pequeño. Hasta los de San Juan decimos que vamos “para la isla”. Tal vez por eso la perpetua necesidad colonial de poner el nombre de Puerto Rico en “alto”, en “grande”.

Pero son el mar y su inmensidad lo que nos define geográfica, política, etnográfica, económica y hasta culinariamente. Pero le damos la espalda al mar. Le hemos ido perdiendo el acceso, lo hemos cedido a los grandes intereses. Nos conformamos con poder mirar entre edificios, desde las avenidas y expresos, centímetros de mar, como un lujo, un privilegio de los pocos que pueden  pagar apartamentos y casas con ocean view. Esa es la gran metáfora de la nouvelle Dos centímetros de mar de Carlos Vázquez Cruz. El conformarse con lo poco, con lo que se permiten ver, tener o pensar. La metáfora de la carencia. “Si me acerco muy al filo derecho de la ventana de mi cuarto, a lo lejos asoman dos centímetros de mar… el cantito oceánico que Dios, en su infinita misericordia, separó para mí… no llega a una pulgada, pero me conformo” (24).

Ya lo adelanta el autor en las citas a modo de epígrafe colectivo, aunque nos quiere hacer pensar que dichas citas “se han incluido sólo por envidia. El protagonista, Carlos, hombre gay, con apartamiento en Miramar, en la calle Olimpo (“domicilio de los dioses”), profesor de literatura y escritor, con carro y amigos muy influyentes, sin embargo, vive una vida de carencias. Como el hijo de Trinidad (Luis Rafael Sánchez, “¡Jum!”) se oculta; como la protagonista de No quiero quedarme sola yacía de Ángel Lozada, es incapaz de establecer relaciones saludables. Por eso no logra tener una “Puerto Rican love story”; trata infructuosamente de escapar de sí mismo (Moisés Agosto en Nocturno y otros desamparos) y, cuando realmente comprende la verdad, cuando la logra tener en sus manos (objeto del deseo), ya es demasiado tarde (Convento de clausura de Juan Antonio Rodríguez).

Juré tirarme a muchos, no conocer a nadie y morir en paz, convenio interno que continúa intacto, aderezado por los adelantos tecnológicos. Opté por quedarme en casa; no arriesgar la vida. Me acoplé a la rutina nocturna de acceder a la Internet: conversaciones, pajas, baño y ¡a dormir! (17)

De estas citas la más interesante es la de “¡Jum!” (Sánchez, En cuerpo de camisa, 1966). Es como si el hijo de Trinidad hubiera escapado del barrio, evitado su muerte en el río acosado por la jauría y llegado a refugiarse a San Juan, al anonimato de la gran ciudad. Cuarenta y dos años después, el hijo de Trinidad sigue encerrado en la casucha, ahora apartamiento urbano, “viviendo a medias”. Ahora no huye de los perros ni del acoso de los negros del barrio. Ahora la mordida del perro es el Sida y el acoso es el mordaz conservadurismo pitiyanqui del Bible belt sureño Puerto Rican style.

Por ser una obra corta, relampagueante, hay muchos detalles de los personajes que no son narrados. Sin embargo, en esta novelle lo que no se dice es tan importante, o más, que lo que se dice. Lo que ha quedado fuera de la narración y que el autor hábilmente “demuestra”, es la clave de la metáfora.

La carencia del personaje se demuestra en la ausencia de un marco referencial sobre su vida. ¿Qué sabemos del protagonista al final de la obra? Muy poco. Realmente, de lo que carece. Está ausente la familia: “…hasta mi hermana menor había adquirido asombrosa fluidez en el discurso insultante” (17).

Ausencia de amistades: “Peor que los golpes de un amante, es la falta de socorro de un amigo” (99). Ausencia de relaciones saludables y estables: “Repasé los hombres que han hecho escala en mi vida: tantos. Permanecido: dos. Recibido mi amor: uno. Y aquellos que me habían hecho sentir amado: ninguno” (91).

Ante tanta carencia, hay que recompensar. Presente está la necesidad de aparentar lo que no se es: “Nutrirme en el anonimato del hogar significaría correr el riesgo de que la gente especule sobre una supuesta carestía económica” (27). Presente, la insensibilidad, la bichería: “‘¡Qué se joda!’, pensé, ‘no es asunto mío’. Cerré la escotilla de sensibilidad y me sumergí en el show” (48). Presentes, el cinismo y el sarcasmo desgarrante: “y pudo más el sarcasmo que el amor que le tenía” (20). Presente están la negación, la disociación de la realidad: “En mi esternón surgió un hoyo en que anidó el pájaro de sombras de la pena. Un sentimiento de culpa, como un cuervo o un murciélago, me ensombreció el corazón… Sin embargo,… el procesamiento de datos se efectuó de modo diametralmente opuesto en el plano psicológico” (79, 80). Presente está el miedo: “Entonces decidí quedarme en casa para que ese perro [el Sida] no me mordiera” (46). También, el determinismo (tono que permea todo el texto): “la rueda de la fortuna ya había aplastado, en su implacable girar, mis posibilidades” (103).

De esta forma, Carlos Vázquez nos presenta una fotografía de un hombre gay puertorriqueño, el hijo cualquiera de Trinidad, viviendo el mismo paradigma en diferentes circunstancias. Interesante, señalar que aquí no se muestra mucha homofobia social de la clase dominante. Es la homofobia interna la protagonista. Aquí los que se golpean, los que se acosan, los que se hieren, destruyen y autodestruyen son los mismos personajes homosexuales. Llama la atención que el único hombre con quien el protagonista tiene una relación sexual que no le infunde temor y que le muestra un poco de simpatía es el policía Salgado. Aun así, Carlos es incapaz de aceptarla: “Salgado contuvo su viaje a la salida; retrocedió. Me sostuvo contra su pecho, en donde destapó una ternura policiaca confundible con cualquier emoción, menos amor” (68). La violencia producto del odio no es de “ellos” contra “nosotros”, sino de “nosotros” contra “nosotros” mismos, víctimas del odio que no llega a sanar.

Todo esfuerzo dirigido a liberarme resultó infructuoso. Temblé al imaginar que a otro hombre se le ocurriría asfixiarme. Volví a enmarcar su cuerpo en el círculo tierno propuesto por mis brazos. Mi llanto exhibía intermitencia de intensidad y cansancio. A pesar de los pájaros verdugos de sus manos anidados sobre mis hombros, en vez de despreciarlo, esta vez lo comprendí. Sustituí la atrocidad del horror: al principio, por tristeza; más tarde por la emoción más inusitada… el amor que tuve al principio (103).

Otro recurso utilizado por el autor para demostrar la homofobia interna, la carencia de una identidad holística, el trastorno de estrés postraumático de sufren los hijos de Trinidad, es el eufemismo poético. Vázquez es sumamente creativo al inventar eufemismos homosexuales. A la misma vez que nos deleita con el lenguaje mordaz y cómico, nos define una característica más de este personaje tipo. Por medio de ese lenguaje se desasocia de su sexualidad. Tiene sexo, impulsivo y mecánico: “Cada vez que me asalta el homoerotismo, mi cabeza se convierte en una bola de discoteca” (16). El reencuentro con el amigo de escuela secundaria, con el policía y con el vecino se dan en el marco del disimulo. Hablando de lo que no se habla porque es malo, con otro código, con otra clave: el burlesco, el picante, [una] evolución [en las] respuestas (17). Pero a la misma vez enjaulando una negación. La negación de su sexualidad.

Desapareció la distancia; se multiplicaron los pelos. Las represiones salieron a presión. Rompieron uno de los mayores obstáculos inventados por el mundo moderno: el zíper. Me enternecí al contemplar un tubo de diez pulgadas que derretía corazones. No me rendí as sus pies…, pero me arrodillé y comencé a decirle secretos a aquel miembro que en secreto secretaba. …En casa aprendí que no se habla con la boca llena… di gracias al Señor en la mente, por tanta abundancia.

Alberto tenía manos de cocinero español. Sabía perfectamente dónde estaban las tapas y para qué servían… Su chorizo con garbanzos directo al plato de carne resultó una exquisitez dispuesta a consumarse, renuente a consumirse… Clímax. El salto del ángel. Catarata blanquita escurrida por confines exóticos de este figureo tropical (18, 19).

Por otro lado, según el pacto que hace el personaje consigo mismo, “tirarme a muchos, no conocer a nadie y morir en paz” (17), su identidad y su sexualidad están ligadas. Esta identidad como ente o máquina sexual es reiterada a través de toda la obra. Cada encuentro con otros personajes (todos varones: Alberto, Armando, Irvin, Salgado, Gutiérrez) se suscribe a lo sexual. No llega a realmente conocer a nadie; nadie realmente lo conoce a él. No hay intimidad.

En obvia referencia a La guaracha del Macho Camacho, también de Luis Rafael Sánchez, en Dos pulgadas de mar, la balada pop es omnisciente. Como en La guaracha, ocupa la consciencia de los personajes, en este caso de Carlos, el protagonista. La balada lo sabe todo, hasta predice. Se convierte en la realidad emocional que Carlos no se atreve a sentir. Tan es así que llama a la estación de radio: “la estación del sufrimiento”. La radio siente lo que él no siente, dice lo que él quisiera decir, pero no puede. En este sentido, WCVC es un personaje más. Vázquez sustituye al narrador omnisciente por una radiodifusora que puede ver el interior de los personajes y hasta conversar con ellos. Así se nos muestran las verdaderas emociones de los personajes. El culto a las divas del sufrimiento capaces de comunicar con estribillos clichosos las emociones que nos negamos a sentir y admitir como nuestras.

Nos queda por discutir, sin que sea menos importante, el lenguaje religioso en el discurso novelesco de Vázquez Cruz. Las referencias al cristianismo protestante salpican toda la obra. Aún en los momentos inapropiados. Es como si los personajes sintieran, y transmiten al lector, la presencia del dedo acusador de un dios, que sin embargo, a juzgar por la conducta de los personajes, está realmente ausente en toda la novelle. Pero ellos sienten la vergüenza, la culpa. Es tan importante este lenguaje, este código religioso, que uno de los capítulos está escrito en forma de texto bíblico. Esta intertextualidad sorprende al lector con un rompimiento de estilo y lo hace partícipe de su interpretación. Carga con una metatextualidad genial porque hace una crítica directa (sin narrarla ni describirla, por supuesto) al significado de la Biblia en las relaciones de clase, más específicamente, entre la clase heterosexualista dominante y las marginadas por su orientación sexual. El autor utiliza esta forma para que Alberto revele la verdad a Carlos. Esta interdiscursividad desenmascara, no solo parte de la trama, sino la psiquis de un personaje traumado y psicótico. Este capítulo es la mejor creación del autor.

Al final de la novelle, Carlos muere a manos de Alberto, que ya, años antes, había asesinado también a Bianca, el mejor amigo de Carlos en la universidad, por haberlo contagiado con el VIH (tema que en toda la obra se trata con el eufemismo peyorativo “mordida de perro”). El último diálogo entre los personajes hace eco al primero:

—Te amo —al fin acepto.

—Te amé —contesta.

Y se cumple la profecía del despecho dicha por Alberto: “Algún día, alguien [yo] te romperá el corazón” (20). Ya cuando la muerte es inminente, Carlos desenrolla frente a sus ojos su vida como una película y el lector puede atar los cabos sueltos. El personaje también logra atarlos y se da cuenta, tarde, muy tarde, que sí, sí amó a su verdugo: “La mísera misericordia divina que me regaló un par decentímetros marinos sobre los cuales se refleja en este instante el sol  fulgurando en todo su esplendor”(107).