y si
muero,
en esta esquina
de verbos filosos
pero mudos
que amputan pisadas
puentes y manos
deshojándome
libro a libro
hasta fragmentarme
—sin nuestra fruta preferida
sin sílabas ni personajes—
en un torpe balbucear
eclipsado de lágrimas
página a página
borradas desmembradas
como mi propia piel de papel,
pero no quiero dolerme
ni llorarme
ni implorar a esas voces
que zigzaguean inquietas
dentro de mí
y si
muero de pie
como los árboles
sin tiempo para huir
ni para visitas
claro, inevitablemente
echaré de menos
aquellos versos
de mi memoria
también de la nuestra
mientras
observo mi sangre
caer al vacío
entre mis sombras
sin despedidas
-o, tal vez, demasiadas-
como ese ayer
en el que desvestí
mi isla
y desiertas ambas
resucitamos
un rompecabezas
de recuerdos
hasta finalmente
arrojarnos sin miedo
al otro lado del silencio
o de la poesía
y si
ya he fallecido
pero me resisto
—invisible metáfora—
inquebrantable
como cuando sobreviví
criando sola a mi hijo
a veces,
sin suficientes adjetivos,
o al abandono y sus farsas
al cáncer hambriento de mí
a la muerte de mi hija
mientras yo, sin saberlo,
me refugiaba de mí misma
frente al espejo de palabras
que se resistían a ser simple registro
de mis desgracias y pasiones
y si
al morir
río aliviada
quizás reconozca
que finalmente he alcanzado
la fe de mis cicatrices
sola y desnuda de lo vivido
en esta inesperada paz
—donde ya no permanece
aquel vértigo y sus temores—
donde aprendí
a caminar minificciones
como confeti al viento
a escribir nuevas certezas
que te quedaste
que me quedé
cuando ya todo estaba perdido
pero permanece intacto
en el sabor de las acerolas
y sus raíces
y si
solo renací
de mi fortaleza
de reescribir mi destino
entre historias y metáforas
como la poesía
que nace, palpita
crece desde nuestra fe
en el misterio de sentir
y luego fluye libre
hacia el final de otro callejón
y antes de perderlo de vista
nos dice adiós