“El color de la palabra”

Creativo

Tristes armas si no son las palabras.

Tristes, tristes.

Miguel Hernández

Cuando desperté el rojo había desaparecido. Tenía que recolectarlo a como diera lugar, ateniéndome a cualquier consecuencia, aunque me causara problemas con la ley. Era vital, corría peligro el poder incorruptible de la palabra. Me apalabraba de azul todas las mañanas. No importaba si tomaba un desayuno ligero o un mondongo con tostadas. Escribía en mi diario con la misma necesidad que respirar u orinar.

Paulatinamente los verbos iban tornando de verde y amarillo mi habitación. Eso, según la cantidad de adverbios que empleara. Los adjetivos eran pequeños relámpagos y los artículos, sutiles brillos de cobalto. No salía, tampoco tomaba café, ni alcohol, ni carne, excepto en días especiales. Pollo o pescado y ensalada, eran la única forma de controlar mis palabras y colores. Solo los ignorantes, de quienes me cuido, emplean cualquier color, palabra y alimento, sin el menor decoro.

Es cierto, me desperté y el color rojo no aparecía, también había olvidado mi fecha de nacimiento, el número de seguro social, y cuanto dato tuviera que ver con números. Era mi culpa, la noche anterior había visto el trasero de mi vecina mientras se doblaba con una tanguísima braga entrenalgada color fucsia. Ella me vio. Inevitablemente me invitó a beber par de cubalibres. La mujer usó los gerundios como le dio la gana, los anglicismos ad nauseam. Para el peor de los males, me ofreció pastelillos de carne molida con pasas y trocitos de huevo duro. ¡Por Dios, eso es peor que decir haiga! Por último me tocó los órganos reproductores y me dijo vente, papi, que pa’ ti calne hay. Ana, mi exnovia, tuvo la culpa de la pérdida del color de la vida cuando desapareció; ella era capaz de las conjugaciones más sublimes y de mi ritmo cardiaco desenfrenado. Sin embargo, el puro vampirismo de la cafrería había absorbido la sangre de mi incólume intelecto, por ende, mis colores y palabras entrarían en la etapa de los no-muertos.

Salí. Corrí desesperado hasta el hospital cercano. Un niño vomitó en mis pies, consecuencia inmediata: desaparecieron las gradaciones del marrón, pardo, gato, hormiga. Comenzaba a delirar. Aoxilio. Ayádenme, soy on importante ahónokal. He perdido los nómeros, los marrones y la qinta vocal. Lloré, mientras las enfermeras me observaban con cara de piedad y el doctor se rascó la cabeza. Son tan minóscolos en so ignorancia. Me inyectaron calmantes. Cuando desperté todo era color ámbar.

Me había quedado sin adjetivos. Entraba en la etapa disfuncional de la semiótica. Invoqué a Roland Barthes. Vi esa clichosa luz al final del túnel. Me arranqué el suero. Corrí, mis pisadas se hundían. Escuchaba reggaetón por todos lados, percibía el uso indiscriminado de anglicismos, colesterol, combinaciones de violeta y amarillo. Estaba delirando. Vi a un policía y le pedí auxilio. Me pidió calma, le arrecueldo que salió del psiquiátrico sin pelmiso. ¡La puelta está

“helméticamente” abielta, entre de nuevo! Venga conmigo. ¡NO!

Le agarré su pistola. Convoqué mis estudios en latín, griego, impetré o le pedí a mi bachillerato en Estudios Hispánicos, dos maestrías en Lingüística y en Creación Literaria, mis dos doctorados en Filología y Literatura Medieval. Empuñé el arma al saco de ignorancia con licencia y grité: ¿es que ya nadie puede entender el verdadero color de las palabras? Me acaricié la frente con el revólver. Pronto estaría con los maestros del lenguaje. Benditos sean De Saussure, Humboldt, Eco y Alvar. Sonreí a la Real Academia de la Lengua Española. ROJO, volviste a mí. El trueno de todos los truenos ensordeció a los comunes. Y entonces, entré al reino de la palabra.

fragmento de

(In)Somnio