A PLOMO

Creativo

Lo transportaban en una caravana de vehículos, cuatro en total, todos camiones blindados.   Él iba en el segundo vehículo, custodiado por cuatro agentes de seguridad.  Esposado de pies y manos y una cadena atada a su cintura, José Omar, alias Plomito, sopesaba lentamente las opciones de vida que aún le quedaban.  Mientras se frotaba las manos sudorosas, Plomito pensaba en los eventos de los últimos años y, en particular, en dónde se encontraba hoy:  en ruta a un lugar desconocido en los Estados Unidos, del cual, según pensaba, no habría de regresar jamás.

Mientras frotaba sus manos, sentía que aún tenía un pequeño callo en el dedo índice de su mano derecha, producto de una quemadura que se hizo el día que jaló el gatillo de aquel rifle R16.  Pensaba en la noche que lo habían traído hasta aquí, y sobre todo, pensaba en sus diez compañeros, algunos amigos de infancia, a los cuales no habría de ver nuevamente.  Pensaba y pensaba.

El oficial Ruiz, el jefe de la escolta de presos de alta seguridad del Departamento de Corrección, iba hablando por su teléfono móvil mientras la caravana de seguridad se internaba en una de las inagotables  congestiones vehiculares que a diario se viven en el país.  Para Ruiz, éste era otro preso más que conducían, de forma casi clandestina, hacia el aeropuerto, donde lo habrían de depositar en un vuelo militar con destino a un centro de cuidado de testigos del gobierno federal en territorio continental.  Otro preso más, sin pena ni gloria, al cual había que custodiar.

-Oiga Ruiz – decía José Omar con tranquilidad y seguridad, - usted cree que es posible darme un poco de agua y una aspirina, es que sufro de los nervios antes de montarme en un avión.  De verdad que me da miedo volar.

Ruiz lo miró con cara de pocos amigos.  Su conversación con Chelita, su querida amiga de toda la vida, era más importante que la urgencia del custodiado.  Más aún, mientras saboreaba una empanadilla de pizza y tomaba un refresco, pensaba en por qué este pobre muchacho dependía tanto de él.  Para él, Plomito tuvo su momento de gloria cuando delató al resto de su ganga, acusados todos de asesinar a una joven estudiante escolar llamada Nicole.

Luego de esto Ruiz había pasado borrón y cuenta nueva y había decidido que la suerte se echara sobre este joven que, a fin de cuentas, había optado por la vida que estaba viviendo.  Le pasó una botellita de agua, que le abrió antes de entregársela en las manos y le pasó un sobre de píldoras Advil.

-Toma Plomito, para que dejes de sudar y se te calmen los nervios,- le contestó Ruiz con la tranquilidad de quien que no sólo se quedaba en tierra, sino a quien le aguardaba una conversación necesaria con un ser querido extrañado y un tanto olvidado, a causa a sus gajes de custodio del testigo del pueblo más importante del país.

Con las manos sudadas, Plomito agarró la botella de agua, que también transpiraba, y entre lo uno y lo otro, se le inundó la cara de sudor y, finalmente, derramó una lágrima.  Se daba cuenta de que se había quedado solo y que, durante los últimos sucesos de su vida, había sido el oficial Ruiz su fiel compañero: el que lo cuidaba y lo protegía.  Pero, sobre todas las cosas, era el que le resolvía sus necesidades básicas, desde el agua, hasta la ropa.

Mientras la caravana de seguridad se movía lentamente, en otro lugar, lejos de allí, se mecía en un sillón una mujer, que detenía su mirada ante el rostro ingenuo de una niña en uniforme escolar inmortalizada en una foto.  Las lágrimas se le amontonaban en los pómulos y caían, una tras otra, de forma continua.  Cantaba una corta canción infantil, que entre sus lágrimas y su voz entrecortada, repetía de forma mecánica.  “Mi escuelita, mi escue... yo la quie... con am...  Por que en ella, porque en el…,  es que aprend.... la lección.”

No pudo contener más las lágrimas y ante su incapacidad de cantar, decidió continuar observando a la pequeña niña que estaba ante su mirada en la foto que guardaba en un marco. La madre de Nicole, sacaba un rosario y comenzaba a invocar al Todopoderoso para que le diera fuerzas para proseguir en este calvario, que la había dejado sin su querida hija, pero sobre todo, enfrentándose ante los culpables de dicho crimen en un proceso judicial que parecía que nunca terminaría.

Esa misma mañana, mientras transportaban a Plomito al aeropuerto y la madre de Nicole observaba la foto de su hija, un obrero diestro de la hojalatería y pintura realizaba sus labores tal si fuera otro día más en la vida.  Se trataba de Tonty, el padre de Plomito, quien en su conocido taller del barrio de Monacillos le aplicaba bondo y pintura a un carro en reparación.

A su hijo sólo logró verlo durante el juicio, en el cual procesaron a otros diez jóvenes, cómplices de éste.   Era su hijo, con sus virtudes y con sus problemas, pero sobre todas las cosas, era su hijo y lo quería.

Esa mañana, en la que transitaban tantos automóviles frente a su negocio, veía de lejos estacionado el auto de la policía que le proveía custodia permanente.  La decisión de su hijo también había tenido consecuencias para él:  era una parte implicada en el problema y como tal podía responder.

Mientras reparaba el auto, Tonty pensaba en el destino de su hijo, a quien no volvería a ver más.  Los programas de protección de testigos del pueblo transformaban la identidad y el  rostro de los protegidos. Para su hijo, el precio de permanecer con vida, era desaparecer de la faz de la tierra.

Ante la lágrima que derramó, Plomito logró contenerse, pero al ver que Ruiz lo miraba con cara de incrédulo, no pudo aguantar más y cayó en un llanto profundo.

El oficial Ruiz, un oficial con quince años de experiencia, no tenía tanta tolerancia para los llantos.  En particular, en este caso, porque tenía sentimientos encontrados ante la muerte de la joven, la pandilla de diez gatilleros y ahora su custodio, quien prefirió delatar a sus amigos antes que ir a la cárcel. Para Ruiz era una cuestión de dignidad y orgullo.

-Mira José Omar, deja de llorar que lo tuyo se ve bien.-  Ruiz terminó de hablar y vio que a Plomito sus palabras no le transformaron el rostro ni el llanto.  Así que decidió proseguir con su sermón de reconciliación.

-Tu vas a ver que allá en los estados te darán una nueva identidad y hasta lograrás matricularte en la universidad,  y como a todo el que le dan una segunda oportunidad, esta vez podrás echar para adelante si no te juntas con la misma clase de gente.-  Al terminar de hablar el oficial Ruiz vio que Plomito lloraba aún con más intensidad, y ante tanta lágrima, lo único que logró hacer fue extenderle la servilleta de papel con la que estaba envuelta la empanadilla de pizza que se comió durante el curso del viaje al aeropuerto.

Plomito se perdió en su llanto y su mirada se fue a un infinito en el que no había comunicación con el mundo terrenal.  Recordó, en aquella noche de agosto, cómo le decía al Monchy, a Tijera, a Guillo y al resto de los muchachos, que venían los de Monte Hatillo a acabar con ellos. Como no sabían en que auto vendrían y sólo sabían que viajarían en un vehículo todo terreno, decidieron dispararle hasta a los murciélagos que transitaran esa noche por la carretera.

Fue asé que entre todos, tal vez fue él, tal vez fue el Monchy, pero entre todos, le dieron a la Pathfinder donde venía la joven Nicole.  Para ellos, se trataba de víctimas inocentes de su pelea con los de Monte Hatillo.  Lo que no sabían en ese momento, y menos él, era que por la muerte de la joven, sus vidas habrían de transformarse.

Cerca de la 1:30am, Nicole regresaba a la casa de su madre, luego de haber terminado una asignación con un joven compañero de su escuela.  Venía lentamente transitando por una ruta muy conocida para ella, y escuchaba la música de Ednita, cuando cantaba “Libre”.  En el preciso instante en que escuchaba a Ednita implorar la palabra libre, sintió que algo impactaba su vehículo.  En ese momento vio como del bonete del frente salía de un orificio humo.

Intentó detenerse en ese momento, pero fue muy tarde.   La bala certera de Monchy, o de Plomito, penetró directamente por el cristal del vehículo impactando el costado derecho de su cuerpo.  Una bala fue suficiente para que Nicole perdiera la vida en el acto, dando paso a que su auto se estrellara contra un árbol que había en el borde de la carretera.

Para Monchy, Plomito y Tijera, como para al resto de los muchachos que estaban esa noche en las azoteas de los edificios de su residencial, ver el vehículo estrellarse fue motivo de felicidad.

-Candela, cabrón, coge candela-  gritaba Monchy despavorido cuando vio el auto estrellarse contra el árbol.

-Toma puerco, cágate en tu madre, cabrón- gritaba también José Omar en medio de la algarabía, bailando una rumba celestial desde la azotea de su edificio.

La madre continuaba meciéndose en la mecedora, sin olvidar el rostro de los diez jóvenes que había participado en el asesinato de su hija.  Los recordaba cara a cara.  También recordaba las expresiones del padre del testigo estrella, el Sr. Rosado, quien siempre dijo que esto le pasaba a su hijo, José Omar, por haberse metido con alguien de una clase distinta a la de ellos.  La madre al pensar en dicho comentario, contenía su llanto y tragaba con amargura el rostro de todos los implicados.

Para José Omar no fue fácil ir contra todos sus amigos de infancia en el juicio.  Era una cuestión de dignidad, y sobre todo de orgullo. Pensar que había una puerta de escape, era para él una solución correcta.  El precio a pagar, que sus amigos de infancia tuvieran sentencias de cárcel de por vida, era para él tan difícil de aceptar como difícil era aceptar que él también tuviera que cumplir el mismo tiempo en la cárcel.  Ante el balance de intereses, era más fácil delatarlos y comenzar una vida nueva.

José Omar, en medio de su llanto y reflexión ante el oficial Ruiz, pensaba que sin lugar a dudas la vida le daba una segunda oportunidad.  Realmente era una tercera, una cuarta, una quinta oportunidad, la cual habría de tener en este momento.  La armonía en este caso, residía en la posibilidad de empezar de nuevo desde los Estados Unidos. Allí, pensaba con cierta meditación pausada, le sería más fácil comenzar.

-Si Ruiz, usted tiene razón.   Yo creo que volveré a empezar de nuevo.  Ya veré. Si todo me sale bien, un día le envío una postal allí a corrección, para que se acuerde siempre que le estoy muy agradecido de haberme cuidado. - Concluía así su pensamientos Plomito, con la mirada aún perdida, y a sabiendas que Ruiz nunca le habría de creer.  Para Ruiz, él era un caso perdido, y como tal sólo tenía las de perder.

-No te preocupes José Omar, que yo tengo un primo que la hizo peor que tú, y luego se arrepintió, se convirtió a la religión, y luego hasta se hizo pastor.  Ya nadie se acuerda de las trampas que hizo en la calle.  Ahora es un ministro de la iglesia.-  Terminó así su pensamiento Ruiz, como quien no quiere la cosa y quien desea que la vida corrobore su intuición:  que el futuro del joven no sería el más halagador.

Plomito volvió a su horizonte inexistente, y pensaba en su familia, en sus hermanas, su madre y sobre todo su padre.  Por él sentía pena por lo ocurrido.  Sabía ahora, más que nunca, que jamás lo habría de ver.

Cuando Tonty volvió a mirar los autos pasar, vio como un vehículo que había pasado varias veces se detuvo frente a su garaje.  Del mismo salieron dos jóvenes con gafas y gorras y preguntaron por el Sr. Rosado, conocido como Tonty.  Como a éste nunca le había intimidado el peligro, salió al paso sin mucha preocupación. De reojo, miraba el auto de la policía y vio, entre coche y coche que transitaba por la carretera, que el oficial de turno conversaba por su celular.  No pensó que fuera necesario hacer señal alguna.

En ese momento, uno de los jóvenes extrajo una pistola 9mm, y sin mediar palabra alguna disparó siete tiros sobre el cuerpo de Tonty hasta verlo caer al piso. El cuerpo, luchando por su vida, dada brincos mientras la sangre le salía a borbotones.  Los jóvenes se apresuraron al auto que los esperaba y salieron rápidamente del lugar.

Los disparos al cuerpo de Tonty coincidieron con un camión de carga, que pasaba frente al taller en ese momento y que produjo ciertas explosiones debido a la mala combustión.  El oficial que estaba en el auto miró de reojo hacia el taller y no vio nada extrañó.  El ruido del camión fue mucho más fuerte que el ruido de las detonaciones.  Ante esto, el oficial siguió hablando por su teléfono celular.

La madre, quien hasta ese momento se había estado meciendo en el sillón, se detuvo.  Pensaba que habían sido ya demasiadas víctimas.  Su hija, el padre, los jóvenes encarcelados, en fin, tantos que no tenía memoria para recordar sus rostros.  Pensaba en ese momento en las otras madres que habrían de llorar la pérdida de sus seres queridos.  Pensaba y pensaba en ellas, en su dolor y si éste sería como el de ellas.

Su mirada se perdió una vez más ante el rostro de la niña de la foto en uniforme escolar.  Volvió a cantar -mi escuelita, mi escue... yo la quie... con am...  Por que en ella, porque en el…,  es que aprend.... la lección.-  El llanto no le permitió continuar.

José Omar regresaba de su horizonte inexistente.  Se cruzaba en su mente la muerte de la joven, sus amigos presos gracias a su testimonio en contra de ellos, y sobre todo, en la muerte de su padre, a quien jamás habría de volver a ver.  Pensaba lentamente en todos ellos, cuando el conductor de su vehículo se detuvo con fuerza, haciendo que todos se movieran. Vio como Ruiz agarró su metralleta Uzi, y le quitó el cerrojo de seguridad.  Plomito pensó que le había llegado su turno y que Ruiz, a fin de cuentas, no lo protegería hasta el final.  Tan sólo pensaba.

-Bueno José Omar, hasta aquí llegamos nosotros.  Ahora, son los federales que te reciben, y a partir de aquí, y si llegas hasta tu destino, tendrás otra oportunidad.-  sentenciaba así Ruiz sus palabras, enjuiciadoras y de poca fe en el futuro de Plomito.

José Omar, guardando las proporciones de su pequeño cuerpo, tomó su botellita de agua, la servilleta sucia de pizza, sus memorias y sus lágrimas y, con la dignidad que aún le quedaba, se puso de pie.  Pensaba en una canción de salsa, que en una de las noches de custodia el oficial Ruiz le había hecho escuchar.  Se trataba de la canción de Rubén Blades sobre “Pedro Navaja”.  En particular pensaba en el coro cuando decía “Pedro Navaja, matón de esquina, quien a hierro mata  a hierro termina”.

Así, en medio de tantos pensamientos,  José Omar caminó en dirección a donde lo esperaban dos agentes federales.  Se viró y por última vez vio a Ruiz, a quien le dijo a modo de despedida:

-Gracias Ruiz, usted ha sido todo un general, ¡gracias mil!-