Cuento Corto: La emoción de la victoria

Creativo

altAunque había demasiada nieve en la St. Nicholas, Ransé se deslizaba aquella noche por las aceras entre los gritos de los fanáticos del béisbol para entregar la última orden de la noche.  Había tomado la llamada en Caridad justo a las diez, cuando ya los muchachos del delivery se habían ido.  Es una regla no hacer entregas a esa hora, pero el cliente le insistió amablemente con un leve retintín suplicante.  Por eso corría hacia la 183 cargando las dos órdenes de chicharrones de pollo sin hueso y empanizados con moros de gandules y maduros.

El calorcito de las bandejas de aluminio redondas en la bolsa de papel y acomodadas dentro de una funda plástica, para que no se mojaran, le servía para calentar sus manos ya que no le gustaba llevar guantes.  Además, ¿quién se esperaba que nevara esta noche cuando ya había pasado el invierno?  En el restorán, todos estaban calientitos viendo el juego entre Dominicana y Holanda.  Pero hoy tenía orgullo patrio.  No dudaba ni por un segundo que, aunque los holandeses ya habían anotado, los dominicanos eran unos tiguerazos con el picheo y al bate.  Se sentía guiado hacia su destino por un emocionante apoyo a lo suyo.  Aunque maldijo el momento en que tuvo que salir, su cliente, que tenía un acento raro pero claramente dominicano, comería esta noche de Caridad.

Todos los negocios que pasaba estaban llenitos.  Ransé se rió silenciosamente al pensar que en la entrada de cada tiendita del alto Manhattan, se arremolinaban los dominicanos para ver el partido a través de las vitrinas.  Hasta en la bodega de los árabes había un bullicio de tigueritos observando detenidamente cada carrera.  Todos tenían televisores en sus casas, pero estos eventos se gozan mejor rodeados de gente no importa cuán frío estuviera.  Ni la nieve ni el mar evitaría que todos los dominicanos alrededor del mundo celebraran juntos su paso asegurado al juego final del Clásico Mundial.  En esto pensaba Ransé mientras caminaba por la calle para evitar la multitud de sombrillas y capas plásticas que se adueñaba de las aceras.

Ya divisaba el California Fruit Market en la 183 cuando se acordó de Esperanza, que lo más seguro lo esperaba en la sala del apartamento frente al televisor y con un tazón de caldo caliente, de esos que son espesos porque le han echado papas, plátanos, zanahorias, pollo y una o dos cucharaditas de harina.  Era capaz de huir del bullicio tentador en una noche como ésta, para compartir su emoción con ella.  Pero tenía que hacer la última entrega.

Al llegar al edificio, Ransé tocó el timbre y anunció: “Caridad.”  La puerta exterior color verde menta accedió dejarlo pasar con un chillido.  El permiso de entrada lo hizo sentir importante, como parte de una sociedad secreta que sería testigo de un momento histórico para el béisbol dominicano.

Llegó al segundo piso y, sin titubear, entró a una cómoda sala donde otros tres dominicanos seguían el juego.  El más grande de los espectadores gritó: “¡A comer!” y Ransé no pudo resistirse a la compañía.  Entonces se sentó a ver el juego y se sirvió su última cena.

Ninguno se dio cuenta cuando entre sombras, el wendigo cerró la puerta de su apartamento relamiéndose los dientes monstruosos con los cuales había triturado tantos huesos.  Aguantaría hasta el final del juego porque deseaba sentir la borrachera que da la carne humana cuando era engullida en medio de la euforia.  Y no había nada que los excitara más que una victoria en el Clásico Mundial.