Cuento Corto: La Bola

Creativo

Abrí la puerta. Me detuve a mirar las cajas. Eran muchas. Debía ser cauteloso. Lo había repasado varios días en mi mente y sabía que la bola estaba en una de las del fondo, bien atrás en el cuarto, como quien mantiene la mayor distancia posible. Llevaba allí 26 años.

Moví algunas cajas creando un angosto callejón hacia mi destino. Me esforzaba por ser disciplinado, no ceder a la tentación de abrir otra que no fuese donde estaba la bola de béisbol. Ese cuarto era la reserva física de mis recuerdos, y abrir cualquiera de las cajas, era arriesgarse a nunca llegar a la que tenía la bola. Era preciso enfocarse.

La veía clara en mi mente. Cedí como en antaño a su magnetismo, mientras iba recobrando la obsesión juvenil que una vez sentí por ella. Recordé hasta la fundita de papel en que la metí cuando me mudé para Boston. Nunca la usé. No conoció bate, ni mucho menos el terreno de un parque. Por esto sabía que tenía que estar como nueva, virgen, así como estaba el día que la recibí del coach de pelota en la Isla. Me concentré en esa memoria. Seguí adelante. Mas el progreso vino cargado de nostalgia. Era inevitable. Es la razón por la que evito mis viejas cajas.

Apresurado, saqué los contenidos y casi llegando al fondo de la caja vi la fundita brown. Aumentaban las palpitaciones con la conocida emoción por lo que se desea. Con la mayor delicadeza, y asegurándome de que estaba limpia, metí mi mano y sentí la bola con mis dedos. Aprecié como mi invernal y frío índice se aliaba con el dedo medio para deslizarse sobre la suave superficie, buscando su calor. Luego, y como si me deleitara en tomarla por sorpresa, la apreté firmemente, como la primera vez. No tuve ni que mirarla, supe que su condición permanecía impecable. Aún olía a nueva. El mismo aroma que despedía cuando en el altar de mi aparador de niño-adolescente, iluminaba mi cuarto con su presencia. Siempre me brindó seguridad. La observaba desde mi cama y aspiraba su perfume de futuro. Yo también sería un famoso pelotero.

Acomodé todo lo mejor que pude y entusiasmado busqué a mi niño. Las incesantes referencias al Clásico Mundial de mis amigos isleños en Facebook, fueron las responsables de mi inesperado dragado arqueológico. De otra, ni me entero. Entendí también la algarabía que por varios días formaron los tres hijos de mi landlord puertorriqueño en el primer piso de nuestro bostoniano “triple-decker”. Con todas sus ventanas herméticamente selladas, cual fortín que se defiende del inclemente frío, nuestro edificio hace que todos los sonidos internos se amplifiquen en este cajón de exilada y musical resonancia.

Con solo dos añitos de malabares vocales, mi niño experimenta con oraciones de arriesgada síntesis y escondido significado. Numerosas son las ocasiones en que su madre y yo nos miramos, mientras en rápido intercambio proponemos posibles interpretaciones a las sentencias de nuestro hijo. Una cosa sabemos con certeza, y es que todo lo que sale de su boca tiene conexión con su corazón y sus pensamientos. No es una voz sin reflexión, y lo que le rodea, en especial sus juguetes, son los objetos que inspiran su mundo hablado. Desde que tuvo capacidad de agarrar cosas noté su fascinación por las esferas. Me alegraba y preocupaba al mismos tiempo. Aún así se le regalaron innumerables bolas. Tenía de plástico, suaves, sólidas, que rebotan, que solo ruedan, y de las que se hunden. Solo le faltaba una de béisbol.

La unidad detrás del equipo nacional era casi universal. Pude haber visto los juegos del Clásico por cable. Pero decidí hacer de mis amigos facebuqueros y sus comentarios, mi única fuente de información. Durante el día revisaba los eufóricos comentarios sobre la victoria de la noche anterior. Mas mis noches eran aún más interesantes. Acurrucado entre sábanas, iPhone en mano, era llevado por mis compatriotas caribeños, jugada por jugada, a sentir como si estuviese en el parque sentado detrás del home plate. Me conectaban a plenitud con el lanzador, que en espera del próximo bateador, acariciaba y rotaba con sus dedos la bola. Su mirada estaba en el receptor y sus señales, pero yo sabía que su pensamiento le pertenecía la bola. Sus deseos corrían por sus nervios y venas, haciéndoselos llegar a esta. Ha llegado el momento de probar tu fidelidad, le murmuraba en silencio, de corresponder el amor y dedicación que te he dado por todos estos años. Se acomodaba, mientras su índice se aliaba con su dedo medio en busca de la costura, la posición correcta que haría que la bola se rindiera a sus deseos. La lanzaba, y en la despedida se iba su corazón, esperando que en el viaje hacia el bateador, mostrara reciprocidad comportándose debidamente. La bola se mostró fiel, y como si confirmándolo con un beso, el sonido del guante del receptor llego a los oídos del pitcher, que con profesional serenidad, ocultó su alegría al escuchar al umpire cantar “strike”.

 

Mas mi Caribe está lleno de pretendientes, y todos querían conquistar la pelota. El próximo lanzamiento lo vieron mis hermanos a través de los ojos del bateador. Entonces era la bola que, en desesperada angustia, abandonaba los dedos del lanzador y se desbordaba veloz a ofrecerse como esclava de aquel que ahora aguantaba el madero. Eran pues los ojos de este, certeros en la confianza del que posee los sueños la bola que, como si el tiempo se detuviese, podía discernir la rotación de la costura y prepararse para el azote. La tocó en el punto indicado, y con la alegría del amor satisfecho voló alta y lejos. Solo el contacto con las manos de los fanáticos sentados detrás del campo central la sacaron de su éxtasis. El triunfo quedó sellado y el Caribe quedó dividido en dos, corazones rotos y corazones hinchado de amor correspondido.