Réquiem de pólvora para Santiago*

Creativo

Tres disparos despertaron a Santiago de su habitual siesta de las tardes. El letargo del sopor veraniego y la media caneca de Palo Viejo bañaban sus recuerdos. Solo logró inclinarse hacia el piso sintiendo un torbellino gástrico que pronosticaba una posible erupción. Las piedritas negras del terrazo danzaban con chispas de pólvora que lo hipnotizaban.

–¿Oíste eso, viejo? ¿Eso?–interrumpió Matilde con la voz entrecortada.

–¿Eso? –repitió Santiago.

Los pasos de su envejecida y obesa mujer desvanecieron la danza de las losetas. El hombre sacó un pañuelo curtido y lo pasó por su frente. Una pastilla azul turquesa rodó por el piso hasta la pared.

–Santi, escuché clarito tres tiros, allá en la calle.

–Tres, siempre son tres. Laos, Camboya, Vietnam. Ho Chi Min le escribió a Lyndon B. Johnson en 1967… –dijo el viejo mirando por la ventana.

–¿Quién? Ah, no empieces con eso. Cada vez estás peor. Mira que Natalia, va a traer a la nena. La pobre está pasando una crisis por culpa del idiota de su exmarido.  ¡Ay, bendito, le dije que Iván era un demonio, pero nunca hacen caso! Me da pena con la nietita, le dije a Nati que la deje aquí a Raquelita unos días. Pero, viejo ¡No me escuchas? – Lo regañó su esposa, recogió la pastilla del piso y se la metió en la boca a su marido, que tenía la mirada perdida.

–Mira, Santi, levántate y date un baño. Apestas. Te preparo un cafecito que te hace falta– continuó Matilde. Le empujó el hombro y se dirigió a la cocina.

Santiago no se inmutó, ya estaba acostumbrado a los regaños de su esposa. La soledad la había endurecido mientras él estuvo en la guerra, sola con las niñas, embarazada, la vida y  sobrellevar las crisis posteriores a Vietnam. No le importaba que lo trataran como a un inútil. Estaba cansado y débil, quería dejarse llevar y regresar a aquella época en sus montañas de Cupey cuando conoció a su Matilde en el colegio, o cuando se escondieron bajo la sombra del flamboyán a darse el primer beso, las primeras caricias traviesas y húmedas de unos dedos que descubrían maravillas. Era el tiempo cuando el reloj y los calendarios no se le fragmentaban y todavía soñaba con ser escritor. ¡Qué locura! Había enamorado a Matilde con sus cartas, pero todo se tronchó. Nos esmandamos, dos niñas, otro embarazo, me dijeron que enlistándome me darían la beca, mucho dinerito. Sí, me enviaron rápido a una guerra sin sentido… Al fin del mundo, más de seis meses en la guerra y casi dos años en un hospital.

Las chispas de la pólvora en el piso le chamuscaban los pensamientos. Salían del terrazo y bailaban frente a él. Se parecen a las luces que vio mi compadre en el cielo de Cayey, ja, y creía que era un UFO de esos, yo le dije que eran los militares con sus prácticas, que somos conejillos de indias pa’ los gringos, como hicieron con el puñetero agente naranja. Tomó otro trago de ron y sintió las tripas reventándole otra vez. Observó el café sobre la mesa. Carajo, Matilde mencionó los tres tiros… Dos gotas de sudor bajaron por su frente, sentía mucho frío. Esas luces… Vietnam.

******

“Querida Mati:

Casi olvido el tiempo que llevo en esta jungla. Te extraño y a las niñas. Las ansias de velas y abrazarlas me permiten seguir luchando. Lamento no poder estar cuando nazca el bebé. Todas las noches sueño con tus bellos cabellos, ondulando en la brisa de Cupey. ¿Recuerdas nuestro flamboyán?

No puedo escribir mucho, pero mi alma te necesita. Te preguntarás dónde estoy. Podría ser la sierra de Luquillo, podría ser aquel campo hermoso en Arecibo, pero no, estamos cautivos en un lugar extraño, otro mundo, con gente diferente, pero gente en fin. ¿Qué carajo le hicieron los vietnamitas a Puerto Rico? El asunto es… ¿qué hacemos en este infierno? Tu amor me hará sobrevivir, te prometo que regresaré pronto.

El recuerdo de tu sonrisa purifica mi alma y me da esperanzas. Pronto besaré tus alegrías.

Te ama, Santi”

Santiago escuchó unos pasos, dobló el papel y lo guardó en su bolsillo. Sintió que alguien se acercaba, su compañero lo agarró por el brazo y, rifle en mano, comenzaron a correr juntos por la maleza.

Después de cuatro horas, Jorge y Santiago estaban perdidos en la jungla cuando divisaron luces de bengala en el cielo. El corazón se les salía por la garganta, temían morir más por el miedo que por las mismas detonaciones. Todo era una caótica pesadilla.

Ambos militares lograron esconderse en una hondonada de fango junto a otros tres soldados norteamericanos. A lo lejos se oían las ráfagas de tiros y el cielo se tornaba morado como la propia muerte, hasta el silencio de la madrugada donde solo los grillos ultrajaban el pánico.

– ¿Qué día es hoy? –Susurró Santiago al oído de Jorge.

– Mi pana, ¿para qué pregunta? Creo que es 30 de marzo.

– Ya.

Casi seis meses en esta jungla. Natalia cumple tres años; Sara Leonor, dos, el bebe nace en estos días. ¿Cómo estará mi Matilde? Trataba de controlar sus lágrimas frente a su compañero.

Se escucharon muy cerca tres explosiones de granadas, de seguro M79.

******

–Mami, papi. Estoy aquí. ¿Papá, no me oyes? –gritó Natalia desde la entrada de la casa con su pequeña Raquel de la mano.

Santiago seguí en el mismo lugar inmutable, mirando por la ventana y la caneca de ron vacía en el piso.  La voz de la hija acarició sus recuerdos, refrescando su mente. Se pasó el pañuelo por la frente, y miró sonriente a su nieta. Raquel se soltó de la mano de su madre, corrió con su muñeca hacia él, pero se detuvo al llegar frente al sillón.

–Abuelito, tienes los pantalones sucios –lo señalaba.

Santiago fue a besar la frente de Raquel, pero Matilde  se adelantó y la cargó.

–No las sentí llegar. Estaba preparando coquitos y polvorones para esta princesita. En pocos minutos estarán listos. –dijo Matilde mientras danzaba con la niña.

–¡Pero, papá! ¿Dónde te metiste? Estás lleno de un fango seco, qué raro, no ha llovido estos días. ­– Natalia le hablaba con ternura al papá y le pasó la mano por la cabeza.

–Estaba con Jorge, cerca del paralelo 17. Perdidos. Ay, nena. No me hagas caso. Pensaba en la guerra…

Sus últimas palabras no fueron necesarias, pues ninguna lo escuchó. Santiago se miró los pantalones y las chancletas, sí, parían estar enlodados. Sintió un escalofrío, podría escuchar las chispas que salían del piso. Sssh, no quiero que las mujeres se asusten. Las tripas se le retorcían más y sintió un ligero dolor en el pecho.

–No entiendo, si lo único que ha hecho es estar bebiendo en ese maldito sillón. No ha movido el culo en todo el día. ¡Ay, Nati! Tu papá lleva más de un mes con la mente perdida, una recaída como en sus peores momentos.

–Mamá, han pasado como cuarenta años.

–Una recaída. Está viejo el pobre. Ya lo llevaremos al siquiatra de Hospital de Veteranos, a ver cómo nos lo ayudan. Recuerdo cómo llegó de la guerra, más de un año en el maldito hospital… ¡Cómo sufrió el pobre! Mi pobre marido, siempre con dolores de espalda, pero trabajaba para ayudar en la casa. Fue un buen padre. ¿Verdad mi Santi? Recuerdo cuando de adolescente quería ser escritor.

Matilde fue poco a poco apagando su voz. Se sentó en el sofá junto a su nieta, que se entretenía cambiando de ropa a su muñeca.

–Mati, no valgo un chavo. Trabajé tanto en aquella aburrida oficina de correos; pal colmo tantos medicamentos para los nervios, para los oídos, la espalda, ninguno para curar el alma. Te abandoné Mati, y a las niñas. Y luego Miguelito, nació para ser un eterno bebé, su retardo no pude bregar con eso.  Te cambié por la botella, dita sea –decía  Santiago en un momento de lucidez, se sentía fuerte, pero eternamente angustiado.

Levantó su humanidad del sillón con mucho trabajo. La embriaguez ya le había bajado, controlaba el equilibrio. Fue al baño y comenzó a orinar con cierta dificultad.

Carajo tengo los pantalones cagaos. Ya no sirvo pa’na. Esas chispas del piso siguen explotando una y otra vez, ahora esa peste a pólvora me está destrozando las tripas y neuronas. ¡Qué día puñetero!

Santiago se lavó las manos y antes de regresar a su sillón, cogió dos cervezas de la nevera.

–Coño, estoy cansado. ¿Una cervecita, Nati? Pero, ¿dónde está la chica?

–Viejo, no digas esa palabra delante de la niña. ¿No fue suficiente con el ron? ¡Qué voy a hacer contigo! ¿No te ibas a cambiar los pantalones?

–Matilde, era para compartir con Natalia. ¿Se fue ya? ¿Sin despedirse? Carajo, ya no respetan ni a su padre – Santiago hablaba despacio. Se paró frente al sofá y acarició los cabellos de Raquel que se había quedado dormido con su muñeca.

–Ya sabes, que está muy contenta con su trabajo en el gimnasio. Acuesto a la nena y después voy un momentito a llamar a la vecina, doña Alba, para preguntarle si oyó los tres disparos, quizá debería llamar a la policía –dijo Matilde y se llevó a la niña.

Santiago sintió de nuevo que se le erizaba la piel. Puso una de las dos cervezas en el piso y abrió la otra dándose un largo y refrescante trago. Tres tiros, tres, eso me da vueltas en la mente. No debería revolver mis recuerdos, como dijo el doctor. No puedo evitarlo, es como un mosquero sobre la mierda. Lo de los tres tiros, que será , maldita pólvora... Terminó la Medalla y al alcanzar la segunda cerveza, vio un enorme mosquito posado en su brazo. So cabrón… Le dio un contundente cantazo y se quedó un instante mirando las gotitas de sangre que brotaron del infortunado insecto.

******

La sangre de Jorge pintaba sus manos y chorreaba hasta las botas de Santiago. Tres tiros habían pasado zumbando por su lado izquierdo, uno llegó a rebanarle la punta de la oreja, el otro desapareció en el aire como mosquito, pero el tercero penetró certero en la frente de su compañero. La sangre salpicó su entendimiento. Había visto tantos horrores.

–Jorge, ¿qué carajos hacemos aquí? Saigón, Ho Chi Minh puñetero, malditos gringos y su ejército. Mierda, llevamos casi seis meses. Tenemos que regresar, ir a Piñones, tomarnos una cervecitas, una partida de billar, volver a Cupey. Pronto, Jorge, pronto. –dijo Santiago mientras tomaba el rifle como taco de billar.

–¡Jorge! –gritó nuevamente Santiago al cuerpo lívido de su amigo y sintió un fuerte golpe en la espalda. Todo oscureció.

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Santiago oyó los tres tiros, la voz de su mujer llamándolo, pero los destellos de la pólvora y los B-52 en el terrazo lo llamaban sin remedio. Jorge, mierda, la universidad sin terminar, los niños, el napalm, Natalia y su exmarido, el maldito gobierno me pensionó hasta los sueños, Sara Leonor y su nuevo trabajo, Sandra que nunca llama, mi hermosa mujer avejentada, casi cuarenta años en este infierno… Metió su mano en el bolsillo de sus pantalones y encontró un papel amarillento, la carta que nunca llegó. Sintió un volcán en erupción, una explosión de ron, cerveza, medicamentos, pan, queso, recuerdos y la conciencia eran el magma de su cordura. Se tiró en un clavado sin final, nadando en su propio vómito y sangre.

–¡Dios mío, Santiago! –gritó Matilde, corriendo hacia él, que le extendía la mano, leyendo con los ojos cerrados:

“Querida Mati:

Casi olvido el tiempo que llevo en esta jungla. Te extraño y a las niñas. Las ansias de velas y abrazarlas me permiten seguir luchando. Lamento no poder estar cuando nazca el bebé. Todas las noches sueño con tus bellos cabellos, ondulando en la brisa de Cupey. ¿Recuerdas nuestro flamboyán?

No puedo escribir mucho, pero mi alma te necesita. Te preguntarás dónde estoy…

–¿Santi, qué sucede? No entiendo, mi Santi querido…

–¡Ay, Matilde, la puta guerra!

*capítulo-cuento titulado “Pólvora”, editado de su versión original publicada en la novela cuentada Réquiem (Ed. Isla Negra, 2005)