MAR y SOL

Creativo

altA los últimos veteranos(as) aún sobrevivientes de un festival de playa

Cuando Berti, de apenas 21 años, le dijo a sus padres que se iba a un retiro espiritual dentro de las festividades de semana santa, estos se sintieron emocionados. Pensaron, tanto papá Juan, como mamá Cándida, que su hijo ya había superado el turbulento año de 1971, cuando él y su amigos habían intentado incendiar la Universidad de Puerto Rico en los disturbios con la policía y el gobierno. Pensaron que su hijo, gracias a la consistente palabra del reverendo Florentino Santana y su Iglesia Discípulos de Cristo, había superado la senda del mal. Su hijo estaba curado. Ante tan alumbrante pronóstico, no titubearon dos veces y mama Cándida respondió, a nombre de la familia, “hijo vaya con Dios, que éste lo necesita”.

Con la bendición familiar, mochila en mano, Berti caminó en la mañana del sábado 1 de abril de 1972, desde la plaza Barceló en Barrio Obrero, hasta los portones principales de la Universidad de Puerto Rico en Rio Piedras. Caminó cantando bajito, pues al ritmo de WIllie Rosario con Chamaco Ramírez, pensaba que si de barrio obrero a la 15 un paso es, del barrio hasta la UPI por lo menos media milla más tiene que ser. Berti se sonreía con sus ocurrencias, pero más que nada se sentía que sería libre, por primera vez a sus 21 años, en este fin de semana santo.

Hijo de un cangrejero negro, Juan de Jesús, y de una mujer mulata de Salinas, mamá Cándida, Berti reflejaba lo mejor de dos mundos raciales: era un mulato oscuro, aunque, con pelo fino. Su madre le decía “que había sacado lo mejor de su abuelo Papá Colón, un blanco ponceño”.

Esta historia familiar no sería muy significativa, si no se le hubieran cuestionado sus amigos de la universidad. Berti se había asociado con unos muchachos que acabaron prendiéndole fuego a la universidad, y que le decían cosas a sus oídos que le trastocaban sus sentidos. Entre otros Florencio el líder histórico de las revueltas estudiantiles, y su amigo incondicional Gervasio, mientras vendían el periódico Claridad en la esquina de la avenida universidad y la Ponce de León, todos los jueves y viernes, le comentaban Berti que lo blanco en su sangre era la explotación del hombre blanco en el sur de Puerto Rico. Su abuela, la fenecida doña Luca, era parte de dicha explotación. Según ellos, el tal Colón la había violado.

Nada de las ideas de sus amigos de la universidad impediría que Berti detuviera su marcha hacia el primer festival internacional de playa en Puerto Rico, el Mar y Sol. Caminaba con el entusiasmo porque conocería mucha gente, distinta, pero interesante, y que vendría como mucha energía para terminar su semestre e Sociales. Cuando llegó a los portones de la UPI, allí lo esperaba una guagua que recogía personas para llevarlas al festival por dos dólares. El ahorro de la caminata desde el Barrio era parte de la estrategia para poder pagar la guagua y luego la entrada al festival, puesta en $10 dólares.

Imbuido aún por la música que le ponía su padre en la casa, bajo las estrellas de Fania en el famoso concierto del Cheetah, donde todos los grandes estuvieron presentes. Tarareaba la canción “mi gente” la cual Héctor Lavoe Pérez había presentado por primera vez en dicho concierto de 1971. Iba pensando en su gente, cuando Berti comenzó a ver la gente que subía a la guagua. Eran otro tipo de gente. No eran como sus amigos de la UPI, estos eran otro tipo de gente, menos revolucionarios, más blancos, con más dinero, y usaban sustancias que él no usaba. Eran hippies.

Berti cayó en otro nivel cuando se dio cuenta que la música que sonaba era la de Jim Hendrix, BB King, y Osibisa, entre otros. El conductor de la guagua tenía un sistema de cassette Sony, el más moderno en la avenida, con sistema Dolby, el cual tenía puesta a toda la música de los grandes del rock que en ese momento estaban de moda. Berti no la conocía, pero sabía que existía. Mejor se refugiaba en el concierto de Cheetah, y cantaba al sonéo de Pete el Conde Rodríguez, “Pueblo Latino”.

Cuando llegarón a Manatí, fueron confrontados por una hilera de policía que les indicaba que estaban llegando a un concierto ilegal. Para Berti su recuerdo de la policía fue el asesinato de Antonia Martínez un año antes. Volverlos a ver nuevamente, pensaba en lo mismo. Luego los organizadores, donde el líder de estos un tal Alex Cooley, no sabía si iba o venía, y atendía personalmente a los vendedores de boletos, y les comentaba que si tenían los 10 dólares entraban. Si no los tenían, que aguantaran a ver si había espacio luego.

Por cada persona que entraba, se quedaban nueve a fuera que no tenían con que pagar. Estos y los policías cada vez más conformaban una masa mayor. Al final hubo dos conciertos, el de los 10 mil que entraron y el de los 20 mil que junto a los policías se quedaron haciendo estragos en el pueblito costero de Manatí.

Lo primero que le impresionó a Berti, al entrar en la tarde del sábado, fue que al cruzar la valla y estar dentro del concierto, la mayoría de la gente caminaba desnuda. Más aún, fumaban marihuana sin control alguno, y cerca de la piscina que habían puesto frente al escenario, había gente tirada en el piso sosteniendo relaciones íntimas. Su mente se trastocó un poco. Se ubicó debajo de una palma, que para su sorpresa estaba vacía, y se sentó a comer uno de los cuatro emparedados que había traído con una botella de agua.

Al caer la noche, se preparaban las orquestas que habrían de dar paso a la actividad. El grupo de Ashton, Gardner y Dyke debían iniciar la actividad. Berti se sentía cada vez más incómodo, pues aún seguía con su pantalón puesto y su camisa de algodón. Sus chanclas de playa estaban con él, pero no se adecuaba al ambiente. Tantos cuerpos de blancos, cercas del suyo, un mulato oscuro, le perturbaban su sentido de estabilidad. Ni en el barrio ni en la universidad este su ambiente.

Luego de la primera banda, vinieron otras que le provocaron menor interés, hasta que llegó la gran banda esperada: BB King. Cuando vio a ese negro subir al escenario, con su ropa media esgarrada, y guitarra en mano, pensó que algo más familiar a sus oídos vendría. Pensaba en Carlos Santana, pensaba en Yomo Toro, y en tantos latinos que la Fania había hecho ya presenciales en su vida y que tocaban algún tipo de instrumento de cuerdas.

Cuando BB King rompió con la canción ¨Why I sing the blues”, el diablo le entró por el cuerpo a Berti. La energía que lo arropó fue energética. Era música de negros, como la de la Fania, con la cual el se podía comunicar y entender. Así, sin pensarlo dos veces, se desvistió en el acto, puso su ropa en su mochila, y comenzó a brincar como tantos otros en la arena. Era un hombre libre.

De repente sintió que más gente brincaba junto a él. Que su ropa había sido un obstáculo para que se le acercara otra gente. Fue en ese momento, cuando sintió el olor de ella. La miró y la tenía a su lado. Era una mujer blanca, bien blanca, con pelo rojo, rojo. Estaba llena de bellos rojos tanto en su pubis, como en sus axilas como en su melena. Berti la miró nuevamente, y pensó que era una gringa, una hippie americana. Sus recuerdos de la UPI le impedían verla como humana. Prefirió seguir brincando al ritmo de BB King.

Al rato la mujer de pelo rojizo se desplomó cayendo literalmente al frente de Berti, quien no paraba de brincar. Tal si buscara un aguante, la mujer comenzó a extender su mano, y e intentaba aguantar lo que fuera del cuerpo de Berti. Lo único que pudo tocar y sostener en su mano fue el órgano flácido de Berti, el cual hasta ese momento lucía con poco interés en el festival, el baile y la desnudez. Cuando se lo cogió, Berti se detuvo. La miró. No sabía inglés.

La mujer balbuceaba water, y si Berti no sabía inglés, por lo pronto una que otra palabra aprendida en el curso de Inglés 101, le podía ayudar. Buscó de su botella y le dio un poco de beber a la mujer. Esta se sonrió, y le dijo thank you. Berti se sentó al lado de ella y la miró con detenimiento, tal si fuera la primera mujer que veía en su vida. Por lo pronto, la primera mujer blanca, sin lugar a dudas.

En su comunicación inmediata, la mujer le dijo, “Me is Liz. Who are you?” Ese huareyu, era complicado para Berti pues no entendía a donde iba, y sólo le contestó “mi Berti, Filiberto de Barrio Obrero, en San Juan”. Liz se sonrió con él en ese momento, y le volvió a tocar el órgano flácido, esta vez de forma natural y sin resistencia de Berti. Ella lo miró con deseo y le dijo de forma suave “lets have sex now”. Berti no entendía lo que ella le decía, aunque si vio como esta se movió a su cuerpo y se introdujo su órgano flácido en su boca.

De idiomas no entendía Berti, pero de sexo si. Su bochorno no se hizo esperar, y la empujo sin mucha delicadeza. La mujer lo miró con cara aturdida, y le gritó de forma contundente “You are violent. Love and Peace”. Berti entendió menos, pero vio a la mujer haciendo un signo de paz con sus dedos, y él también le contestó, primero con el de paz, y luego con el de la revolución: el puño izquierdo en alto. Ella se sonrió, y también subió el puño cerrado de la mano izquierda. Entonces ambos rieron.

BB King terminó su presentación y llegó una banda muy esperada, el grupo Cactus. Mientras esperaban por que comenzara el concierto, Liz se acostó sobre las piernas de Berti, acomodando su cabeza cerca de su órgano aún semi flácido. En este momento, y dado la risa compartida, Berti se sentía más tranquilo, relajado y sobre todo a gusto. No la objeto.

Liz, de una pequeña carterita que tenía en su cuello, sacó una pequeña lamina transparente, la partió en dos, y se la ofreció a Berti. Este movió los hombre en anuncio de desconocimiento. Pero Liz, como buena maestra, le mostro como se ponía debajo de la lengua uno de los dos pedacitos, y le indicaba a él como hacerlo. Berti se puso la lámina también debajo de lengua, y el grupo Cactus comenzó a tocar la canción Bedroom Mazurka.

A los cinco minutos de haber comenzado, Berti comenzó a ver un universo imaginario, en el cual se encontraba solo en una cama con su nuevo amor, Liz. Allí se besaban y daban vueltas alrededor de la cama, y de forma apasionada se decían al oído palabras para ambos inteligibles, aunque exclamaban en todo momento con el signo de la paz y de la revolución, que se querían de corazón. Las luces que se movían en el cuarto, los colores radiantes, y más que nada el sentido de intimidad entre ella y él, llevaban a Berti a explorar un mundo sideral lejos del terruño nacional.

Cuando Berti despertó, unos días después, se dio cuenta que realmente había mucho tiempo. Se encontraba en una habitación del recién inaugurado Hostpial Universitario del Centro Médico en la ciudad de Rio Piedras. Allí se encontraba su madre, Cándida, su padre, Juan, y unos médicos que le observaban sus pupilas con una lamparita.

El Dr. Cintrón le preguntaba que qué droga había consumido. Berti sin entender no sabía que responder. Su único recuerdo fue el de la habitación con luces psicodélicas y su apasionamiento por el cuerpo de la mujer de pelo rojo, llamada Liz. Se acordaba también de la música del grupo Cactus.

De repente tocaron a la puerta, y antes de ver, se escuchaba la música de BB King, Why I sing the blues, entrar al ritmo y cadencia de una mujer cuyos pies descalzos adelantaron a una falda raída y una camiseta blanca, casi transparente, sin sostén. Era Liz. Mamá Cándida se persignó. Papa Juan miró hacia el piso, y movió con su zapato una colilla de cigarrillo inexistente. Berti sonrió. Se acordaba de ella, la mujer del concierto. No se acordaba que era tan bella.

Bajo la cadencia de BB King, se acercó a la cama y se miraron. Ambos, como si fueran niños jugando a tijerillas, mostraron primero su mano derecha haciendo el signo de paz. Luego mostraron su mano izquierda, haciendo el signo de la revolución. BB King, había terminado su canción.