Tauromaquia o la biomitografía

Crítica literaria
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altEn un famoso ensayo de 1939, “De la literatura considerada como una tauromaquia”, el surrealista francés y etnólogo Michel Leiris (1901-1990) propone la tauromaquia, o arte y técnica de lidiar toros, como alegoría que le permite describir la vulnerabilidad que enfrenta el escritor que publica literatura de tipo confesional. Si bien Leiris circunscribe su análisis al género de la autobiografía, me propongo extender el análisis de dicha vulnerabilidad a otro género de más reciente cuño, que sin ser exactamente igual a la autobiografía, le es, sin duda, un pariente cercano. Me refiero al género de la biomitografía, un concepto de gran belleza acuñado, en 1982, por la poeta afrocaribeña, de Nueva York, Audre Lorde (1934-1992) con la publicación de Zami: A New Spelling of My Name, a Biomythography by Audre Lorde.


Como reza uno de los comentarios de contraportada: “ZAMI is a fast-moving chronicle. From the author’s vivid childhood memories in Harlem to her coming of age in the late 1950s, the nature of Audre Lorde’s work is cyclical. It especially relates the linkage of women who have shaped her”. [1] Este libro luminoso de Lorde rehúsa la categorización más fácil de “autobiografía” para abocarse a la aventura feminista revisionista (en el sentido que le da la poeta estadounidense Adrienne Rich a este tipo de búsqueda) de crear mitos matrilineales que ponen ante los lectores lo que bien pudiera llamarse “the portrait of the artist as a young Black lesbian”. [2] La biomitografía lordeana rezuma una intransigente honestidad porque Lorde, para apropiarme de la frase feliz del escritor puertorriqueño, Carlos Vázquez Cruz, “escribe desde la incomodidad”: un espacio inmaterial como el de la conciencia y luminoso como el de la pasión. Hablo, pues, de un compromiso est/ético con la honestidad del texto literario, un concepto que dista de ser lo mismo que la “verdad” en su sentido mimético de “lo que pasó”. [3]

La biomitografía Zami nos ofrece la versión mitificada de una niña que crece y se desarrolla en el Harlem de los años cincuenta. Se trata de una niña que se parece a Lorde, [4] pero que, asimismo, la excede infinitamente, en su papel de arquetipo de la niña, en su caso, afroamericana, que deviene en artista. Se trata, digo, de una niña que crece para convertirse en artista, madre, lesbiana y activista por los derechos no de la mujer en singular (como abstracción esencialista de un eterno femenino), sino de las mujeres en plural, entre carne, huesos, sudores, humores y gozosa humanidad. En la biomitografía lordeana subsisten completamente entreverados el plano de la “verdad,” o “lo que pasó”, y los de la fantasía, el mito, lo onírico, todos a un mismo nivel, porque, para la escritora nuevayorkina, estos son simplemente modos alternativos de adentrar la mirada curiosa en el “corazón de lo que existe”. [5]  Los mitos nos devuelven al intiempo inmemorial, amniótico acaso, que nos coloca ante el húmedo “espanto del ser” [6] cifrado en los gritos del recién nacido aventado al trance de existir fuera del vientre.

Pienso la vulnerabilidad del escritor taurino de Leiris en contraposición con la vulnerabilidad de la escritora zami [7], o lesbiana, de Lorde y noto que si para Leiris la vulnerabilidad del escritor/a confesional importa el fajazo fálico de la sangre y la violencia, la zami lordeana se abre tan amistosa como dolorosamente al estallido. Dicha poética del estallido, en clave lordeana, se me antoja como mucho más rica en matices y más apropiada para la escritura biomitográfica, no sólo en lo que ésta pueda tener de confesional sino también de mítica; después de todo, la verdad circular del mito no es menos “verdadera” que la verdad cronológica de “lo que pasó”, sino simplemente, más abarcadora.

La memoriosa tragedia de un Funes, quien –desvalido– podía registrar cada mínimo detalle de la experiencia que se cernía sobre él como una furiosa amalgama, lista para aplastarlo, recomienda precaución al pensar la vulnerabilidad que encierra la publicación de escritos de tipo confesional. Narra, sobre Funes, Jorge Luis Borges: Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. Funes podía recordarlo todo, pero no podía pensar. Teniendo en cuenta esta distinción entre “recordar” y “pensar”, cabe inquirir, ¿hasta qué punto responde a una falacia el compromiso autobiográfico que propone Leiris, “regla fundamental [d]el hacedor de confesiones” lo llama él, de “decir toda la verdad y nada más que la verdad”? ¿Responde tal compromiso a una imposibilidad aporética, toda vez que el acto mismo de recordar supone el olvido de la abstracción? Si funciona selectivamente la memoria, ¿se podrá entonces acceder, sin más ni más, a ese plano mimético del acontecer humano que describe Leiris? ¿Supone tal intento un caer en la trampa funesca de recordar sin pensar?

Curiosamente, la frase “falacia biográfica” ha sido utilizada para designar la hermenéutica de un texto literario cuya comprensión radica fuera de él [8], o más simplemente, usar la biografía del escritor o escritora para interpretar su texto. Yo advierto un similar riesgo, que denomino “falacia autobiográfica”, en la procura de un adscribirse al acto de recordar miméticamente “lo que pasó”, sin tomar en cuenta que toda ficción es, en cierta medida, autobiográfica y que toda autobiografía es, en cierta manera, ficción.

Leiris propone la tauromaquia como símbolo del esfuerzo artístico del hacedor de confesiones y la vulnerabilidad de “ser fajado” que publicar dicho tipo de escrito envuelve. La escritura biomitográfica de Lorde permite examinar el carácter patriarcal de la violenta metáfora penetrativa del fajazo con el que el toro embiste al torero. La escena toda exuda pura testosterona (lo cual no quiere decir que no pueda haber “mujeres toreras” como se ve en la reciente producción fílmica Blanca Nieves, dirigida por Pablo Berger). Sin embargo, la tauromaquia ha sido un espacio de la cultura tradicionalmente dominado por nociones de masculinidad, que no llegan a tomar en cuenta la complejidad de la situación de las escritoras. Por eso me atrevo a proponer la partomaquia como alternativa más sugerente de la vulnerabilidad que representa la publicación de escritos biomitográficos.

Puedo dar fe de ello de manera muy personal, puesto que mi descubrimiento de Audre Lorde ocurre precisamente por mi necesidad de encontrar un término que me permitiese designar mi primera novela, una narrativa de desarrollo femenino en donde porosamente se imbrican los planos de lo que sucedió, según lo dicta esa lúdica memoria que nos caracteriza como especie, con los planos de lo que pudo haber sucedido, lo que no sucedió, lo que se soñó que sucediera, y así ad infinitum. Mi encuentro con Lorde, quien se convertiría en amada heroína literaria, surge en el frío norte, en una librería ubicada en un sótano, en la Universidad de Wisconsin-Madison. Allí estaba sobre una mesa de libros usados, a un dólar, ostentado su portada naranja resplendente con letras negras. La palabra “biomitografía” me produjo una eufórica conmoción. ¿Qué significaba ese grupo de caracteres que parecían invitarme a la caricia entre la mano y la página? Esa tarde y la próxima mañana no pude dar descanso a la lectura inquietante de un relato de sobrevivencia, por una sabia guerrera de nuestros tiempos a quien encontraba en el momento justo.

Sobre mi escritorio aguardaba ya terminado, desde hacía algún tiempo, el manuscrito de mi novela “El arca de la memoria”, necesitado de un subtítulo que me ayudara a designar lo que para mí era un género inexistente, híbrido, tiernamente impuro y demasiadamente humano. El arca de la memoria: una biomitografía (San Juan, Puerto Rico: Editorial Isla Negra 2011) así reclamaba, gozosamente, la herencia queer, en su sentido más plenamente desviado de la norma, de la madre literaria, conocida post facto en el tiempo del almanaque, pero desde siempre, en el intiempo inmemorial de la partomaquia; madre inventora del novel giro al género autobiográfico. Desnudamente gozosa, escrita desde la hiriente luz de las revelaciones y de las comuniones a carne expuesta, sin más pretensión que la de ser honesta con respecto a su identidad estética, aguardaba El arca de la memoria. Vulnerable, pero a la vez, vulnerante, cariñosamente intransigente en su determinación de, en las sabias palabras de su editor, [9] ser “honesta sin decir la verdad”, despuntaba El arca de la memoria: una biomitografía. Porque ese llegar a la raíz de las cosas que es la honestidad en la literatura envuelve mucho más, y de manera mucho más ambigua, que ese problemático enunciar la verdad de “lo que pasó”, o en palabras de Leiris, “decir toda la verdad y nada más que la verdad”.

Al igual que Zami, el tour de force lordeano, El arca de la memoria invoca el acto de recordar como conjuro “partomáquico” que se abre a la dulzura doliente del estallido, del pujo vital al big bang, de la singularidad espacio-temporal de lo que pasó a la infinita y paradójica densidad, a la expansión sin límites hacia universos infinitos, pulso y ansia que delata la viñeta prólogo que abre mi biomitografía:

Una biomitografía, la mía

dármelas de fabuladora de mi propia vida, de artífice de sueños, fantasías y re­cuerdos, de Pandora de mi memoria del trópico, en una biomitografía, la mía, la de mi madre, la de mis abuelas, la de todas las mujeres en mi familia, en una biomitografía en la que la presencia monumental de Mami llena mis días y en la que las manos callosas de Abuelo los iluminan, en una biomitografía de frente a la caja, al féretro de ausencias imperdonables, al cofre donde guardo las pren­das del abandono, donde Tú, te me transformas en fétido abono, Papá; en una zona de guerra, una zona de tregua, una zona de paz; en un cuerpo mítico de tetas desbordantes como cántaros de leche al amanecer, igual que las de Abuela, y de caderas anchas como las que invariablemente tienen todas las mujeres en la familia, las crueles así como las amables; una hebra arquetípica que a todas nos conecta – células vivas – y a cada una de nuestras historias, muchas y la misma

(Viñeta publicada con permiso de Editorial Isla Negra. Todos los derechos reservados).

El arca de la memoria puede adquirirse a través de librerías en San Juan, Puerto Rico, y del catálogo de la Editorial Isla Negra: http://www.editorialislanegra.com/

Notas

[1] Comentario en Off Our Backs.

[2] Barbara DiBernard. “Zami: A Portrait of an Artist as a Black Lesbian”. The Kenyon Review. New Series, Volume XIII, Number 4 (Fall 1991), pp. 195–213.

[3] Agradezco esta valiosísima distinción al poeta y profesor Carlos Roberto Gómez Beras.

[4] Como ella, enfrenta prejuicio de tipo racial y, también, a causa de un impedimento visual congénito (del cual llega a mejorarse), de ser una niña obesa y, eventualmente, de ser una lesbiana orgullosa de serlo.

[5] Como reza el precioso verso de la poeta argentina Alejandra Pizarnik.

[6] Me inspiro para esta idea en el Popol Vuh en donde se usa la sorprendente locución, “en el espanto de su ser”, para describir las peregrinaciones de los líderes espirituales de los quiché.

[7] Muy sugerentemente el término deriva del francés creole les amis” o amigos/as: http://www.oxforddictionaries.com/us/definition/english/zami. Como la propia Lorde lo ha explicado, el término sirve para designar mujeres de la isla granadina de Carriacou que, tras el abandono de sus maridos, laboran juntas como hermanas, amigas y amantes.

[8] Yolanda Westphalen. César Moro: la poética del ritual y la escritura mítica de la modernidad. Perú: Fondo Editorial/ Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2001. p. 22.

[9] Carlos Roberto Gómez Beras, Isla Negra Editores.

La autora es escritora y profesora de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, WI, USA.