El motín de los vellones

Voces Emergentes

altEse Domingo, a pesar de ser día de asueto, las calles del Viejo San Juan amanecieron llenas de obreros desafiantes. Desde el anochecer del 29 de octubre del 1894, grupos de trabajadores se reunían en las esquinas de la vieja cuidad. Una furia compartida los unía: el comercio no aceptaba cambiar sus vellones, en la víspera del día en que perderían la mitad de su valor nominal. Ante la inminencia de un tumulto, el comercio se apresuró a cerrar sus puertas.

En pocas horas, una gran ola humana recurría las estrechas calles del Viejo San Juan. Comenzaron por la Marina, siguieron por la San Justo, Norzagaray, Sol, Luna, Tanca y Fortaleza hasta congregarse en la Plaza de Armas. A su paso quedaron más de cien faroles destrozados a pedradas, puertas y fachadas averiadas, y múltiples heridas y contusiones. El Gobernador Militar y su tropa se personaron a la Plaza de Armas, donde fueron recibidos con gritos, silbidos y pedradas. Ante la inmovilidad de la multitud, la Guardia Civil necesitó dos cargas frontales a caballo, con los sables al aire, para despejar la Plaza. Allí permanecieron toda la noche en previsión de más disturbios.

La mecha fue la devaluación de la moneda mexicana, conocida comúnmente como los “reales de vellón”. Pero éste no fue un incidente aislado, sino la escalada de una serie de atropellos económicos contra las clases obreras del país. Pero surtió efecto. Esa misma noche, el Gobernador General Antonio Dabán Ramírez de Arrellano citó con urgencia en la Fortaleza a los presidentes de la Cámara de Comercio y del Centro de Detallistas. La próxima mañana, La Gaceta publicó un decreto revocando la devaluación.

La economía de la usualmente dócil colonia no resistía más arbitrariedades fiscales de parte de su administración española. España, en plena decadencia económica y comprometida con una costosa guerra contra los revolucionarios cubanos, pretendía que Puerto Rico le ayudará a financiar sus desvaríos. En realidad, y hasta el ocaso de la soberanía española, los recaudos insulares fueron suficientes para cubrir los gastos del gobierno español en la Isla, y para devolver una parte considerable a la Corona Española. Sin embargo, esos gastos insulares estaban más comprometidos con la subvención de una plétora de funcionarios administrativos y militares españoles de baja eficiencia, que con proveer una oferta de servicios públicos y educativos esenciales a tenor con las crecientemente complejas necesidades de Puerto Rico

En ese contexto, las intenciones del Gobierno Español no podían menos oportunas. El país cobraba conciencia que a pesar de sus limitaciones políticas y económicas, los puertorriqueños tenían suficiente capacidad para administrar el País mejor que los españoles. La opinión pública, a través de la emergente prensa escrita, reclamaba vocalmente mejores servicios, infraestructura y gerencia; y menos caciquismo de parte del gobierno. Los atropellos lograron algo muy inusual en un Puerto Rico pre-capitalista: la unidad de propósito entre obreros y pequeños burgueses.

Puerto Rico era una colonia y las colonias son para ser explotadas. En julio de 1894, a instancias del Ministerio de Ultramar el gobierno local decretaba monopolios sobre los fósforos y el gas en Puerto Rico, y los eximía de tributos aduaneros. La empresa española Bolívar, Arruza y Cía. obtuvo un concierto de cinco años sobre la venta de fósforos. A cambio de una aportación al gobierno peninsular de 30,000 pesos anuales, controlaría un mercado de 150,000 pesos anuales. Por 86,000 pesos, la compañía inglesa Standard Oil, el emergente monopolio de combustible de John D. Rockefeller, acaparó un mercado de 500,000 pesos. A cambio de ingresos para España de 116,000 pesos, la isla cargó con más de 650,000 en gastos, además del todo el potencial rédito aduanero perdido.

La prensa local tronó al unísono y continuó tronando desde los calabozos. Manuel Fernández Juncos (El Buscapié), Luis Muñoz Rivera (La Democracia), Ramón B. López (La Correspondencia) y sus colegas de El Imparcial, El Diario Popular, El Neófito, El Fulminante, La Publicidad, La Voz de la Montaña, El Criterio y El Noticiero arremetieron contra los monopolios como termómetro del disgusto popular.

Fernández Juncos denunciaba “que la música de los ‘conciertos‘ nos salía por un ojo de la cara”. Muñoz Rivera estimaba que el consumo local de fósforos ascendía a 14.4 millones de cajas al año, a razón de cuatro cajas por habitante. La prensa, por primera vez desde los tiempos de las sociedades secretas, deletreó la palabra boicot, proscrita desde los tiempos del componte. En pocos días, los editores de estos periódicos, como los que osaron por reimprimir sus artículos, fueron denunciados, arrestados y apresados. Ramón B. López, con su usual elocuencia, acuño una nueva doctrina al Sermón de la Montaña: “bienaventurados los periódicos perseguidos por la justicia, por que de ellos será el reino de la publicidad”. Las cárceles ostentaban una matrícula de periodistas que era la envidia de su propio gremio.

Pero el boicot escapó a los barrotes y el pueblo recurrió a antiguos métodos para reemplazar los fósforos, como el yesquero (encendedor que utilizaba material seco, como trapos quemados, cardo y hongos) y a los eslabones (piezas de hierro que soltaban chispas al chocar contra un pedernal). Se popularizó el uso de velas y lámparas de alcohol. Esta regresión tecnológica concertada y desafiante demostraba la madurez política del país.

El pueblo se movilizó y las colectas populares lograron reunir lo suficiente para pagar las fianzas de los periodistas, que para Muñoz Rivera sumó 40,000 pesetas. El activismo incrementó su volumen mediante juramentos colectivos y canciones alegóricas a favor del boicot. Las logias nombraron a los periodistas miembros honorarios, y se les enviaron resmas de papel a las cárceles para que continuaran redactando. Un popular café de San Juan, “la Flor de las Antillas”, colocó en su mostrador una gran becerra de bronce con un fósforo gigante en la boca.

La devaluación de los vellones enardeció a una población ya irritada. Los vellones mexicanos que habían sido introducidos al comercio ante la falta de moneda circulante, ahora se cotizarían a la mitad del valor del vellón regular. Y el silencio cómplice de las autoridades gubernamentales exacerbaba el disgusto con sus ejecutorias.

El motín de los vellones y la creciente coalición popular contra los abusos fiscales lograron sacar al autonomismo puertorriqueño del marasmo que le legó el infame componte del 1887. En el 1894, los autonomistas publicaron un manifiesto donde denunciaron la inacción de los Diputados a Cortes de Puerto Rico, la injusticia de los monopolios y la persecución de la prensa. Como respuesta, declararon la autonomía como la única solución para resolver la precaria situación económica del país.

El motín y la sucesión de boicots tuvieron resonancia en España. En octubre de 1894 renunció el Ministro de Ultramar, Manuel Becerra Bermúdez, y su sucesor, Buenaventura de Abarzuza, procedió a someter un proyecto de reforma administrativa para Puerto Rico. Aunque tímido, el Plan de Abarzuza consta en nuestra historia como el primer esbozo autonómico para Puerto Rico. En 1894, los motines, los boicots, el proyecto de Abarzuza y la muerte del gran cacique conservador Pablo Ubarri Capetillo, líder del Partido Incondicional, marcaron el inicio de una era que culminaría con el Pacto de Sagasta, la Carta Autonómica de 1897 y el Gabinete Autonómico de 1898.

Que nadie subestime el impacto de la injusticia fiscal de un gobierno contra sus ciudadanos. Algo tan trivial como los fósforos, el gas y los vellones constan en nuestra historia como los detonantes de una conjunción solidaria de voluntades que cambió el derrotero histórico de una colonia, hasta entonces dócil y subordinada. Las lecciones de la historia son muy elocuentes. Pero se pierden en esta creciente memoria extraviada. Peor aún, en la imbécil prepotencia de considerar que el pasado es un rastrojo y que nada se puede aprender de él.