Reflejos Reveladores

Cultura


La primera vez que escupí, luego de tan confusa noche, no entendí a cabalidad lo que veía. Sólo ocupaba mi mente el malestar que dejaba la sensación de vidrio arenoso en mi boca, y la posibilidad de que esto estuviera relacionado con las briznas de memoria de un sueño que no confiaba haber tenido.

Miraba la composición viscosa del esputo en el suelo, y aparte de las pequeñas trazas de sangre que parecían producir las leves entrecortadas de mi lengua y paladar, no pude dejar de sorprenderme por los parpadeantes reflejos de luz que brillaban dentro de aquel inesperado gargajo.

No parecía estar enfermo, pues no tenía fiebre, ni tampoco sentía ningún malestar muscular. Y escupir no era el producto de alguna tos. Era más bien la saliva que normalmente mantiene húmeda la cavidad bucal, pero que al haberse vuelto un tanto espesa por los diminutos cristales, todavía no me acostumbrada a tragármela, y la escupía.

Al principio no compartí mi experiencia. Pensaba que la rareza de lo que me pasada era tal, que por momentos consideré que aún dormía y que sólo debería esperar a que la madrugada me recibiera, bien con el olvido, o quizás con la oportunidad de una normalidad que me ayudara a interpretar tan misterioso viaje. Pero poco a poco me fui dando cuenta que estaba despierto y que el viaje había sido tan real como lo que ahora sentía por todo el cuerpo.

Tomar una ducha fue revelador, pues en el fondo de la pequeña piscina que formaba el agua en el fondo de mi bañera, pude distinguir el reflejo de los mismos diminutos cristales que parecían esta vez desprenderse de mi piel. Comprendí entonces que no sólo por dentro, sino que todo mi cuerpo se había convertido en una especie de figura playera, hecha con la cristalina arena del mar.

No fue sencillo acostumbrarme a mi nueva realidad. Mucho me ayudaron las reflexiones que provocaban el conjunto de luminosos reflejos que formaban lo que no eran más que los desechos de mi físico. Lo que al principio parecían destellos caóticos de luz, con el tiempo fui observando que formaban imágenes que parecían venir del mismo interior de la viscosa arena. Sorpresa e incredulidad fueron las primeras reacciones, cuando pude percibir lo que claramente eran formaciones moleculares que nítidamente dejaban entrever el arreglo preciso de átomos y la interacción energética entre estos. Me pasaba entonces las horas muertas tratando de reconocer moléculas, para lo cual tuve que buscar en lo más recóndito de mis memorias universitarias, y en los cursos de química orgánica e inorgánica que alguna vez tomé. Me ocupé además de ir desempolvando aquella antigua sección de mi biblioteca que guardaba los libros de ciencia, y que hacía mucho había descuidado en favor de la filosofía y la literatura.

Por un tiempo guardé en secreto mi nueva capacidad de ver con tanta profundidad, más allá de lo que todos ven. Pero al confiar en uno de mis pocos y más cercanos amigos un tanto de la locura existencial por la que pasaba, ambos nos sorprendimos al descubrir que compartímos experiencias similares.

Fue curioso el poco a poco encontrar humanos que compartían semejante viaje astral. Era a la vez una reflexión en los terrenos de la amistad, pues nunca nos topamos con un desconocido que entendiera de que hablábamos. Nos reuníamos en diferentes casas, y así íbamos afinando nuestra recién adquirida destreza. La visualización de átomos era dejaba atrás y nos enfocábamos en la energía. Tomaba tiempo y concentración, pero con la práctica se hacía fácil ver desaparecer toda referencia física, y nos deleitábamos en la pura vibración de aquellas ultramicroscópicos cuerdas que con su armonía definían la base de todo lo que es.

Era la música de las esferas. Siendo evidente que lo que veíamos, ya había sido visto antes.

Pero eran muchos los mundos, y entre toda la maravilla que aprendíamos a diario, la más sorprendente fue entender que era nuestra mirada la que escogía, entre la infinitud de posibles notas, lo que sería la realidad del día.

Con el tiempo ya no teníamos que escondernos para lograr la concentración necesaria. Habíamos afinado tanto nuestro nuevo sentido, que se había convertido en nuestra forma permanente de ver las cosas. Pero tanta luz nos apartó de la muchedumbre. Éramos como invisibles. Entonces, y al mismo tiempo, se nos hizo claro lo que debíamos hacer.

Escogimos una playa bien concurrida en un fin de semana largo. Nos paramos a pocos pasos de donde rompían las olas y en un santiamén, ante los atónitos ojos de la inesperada audiencia, fluimos en corriente polvorosa hasta fundirnos con la arena del lugar. Muy pocos de los que presenciaron nuestra transformación se atrevieron a mirarse entre sí. Todos prefirieron asumir ignorancia y, aunque desconcertados por lo visto, pretendieron no haber visto nada. No nos preocupó el dejar atrás un mundo casi ciego, sabíamos que nuestros anfitriones celestes ya nos preparaban el escenario para que un nuevo grupo de futuros amigos, en cualquier parte del planeta, vieran más allá de lo que casi todos están dispuestos a ver.