Cómo se escribe una menstruética

Cultura


altVoy a hablar de cómo, primeramente, se concibe y, luego, se escribe una menstruética o estética de la menstruación. “Menstruética” es un término acuñado por mí en mi más reciente libro, titulado Cuarentena y otras pejigueras menstruales (Editorial Isla Negra, San Juan, Puerto Rico, 2013). Menstruética es un término que responde, antes que nada, a la necesidad de concebir artísticamente un libro de sangre, un libro escrito con “la letra escarlata que empapa la toalla sanitaria”, como reza uno de los versos del poema “La letra con sangre sale: Menstruética” (25), perteneciente a la colección.

No hablo aquí, sin embargo, de la letra adúltera de Nathaniel Hawthorne. Lo que ambas letras, la purpúrea de Hawthorne y la cuarentenesca, manchada de sangre menstrua, de mi libro (si se me permite el atrevimiento de la comparación), tienen en común es su condición de “letras adulteradas”, o sea, de letras cuya “pureza” ha sido alterada por la adición de una sustancia extraña. En el caso de Hawthorne, la letra escarlata ha sido corrompida por los fluidos corporales de los ilícitos deleites del adulterio, pero en mi Cuarentena, la letra impura se desprende en forma de coágulos que coloran la página desde la clandestinidad del confinamiento menstrual. Dicho coágulo-letra termina “tiernamente triturado,/ sobre la cubierta de algodón acolchada de la toalla sanitaria”, como declara en su propia voz el susodicho coágulo, en el poema homónimo (“Coágulo” 92).

Cuarentena y otras pejigueras menstruales es una miscelánea compuesta por materiales heterogéneos (cuentos, poemas, dramas, ensayos, adivinanzas, trabalenguas). De esta manera, signa genéricamente una hibridez muy a tono con el carácter mezclado, manchado, adulterado, corrompido, sucio, turbio, contaminado, viciado (como rezan los sinónimos para el vocablo “impuro” en el diccionario), que comúnmente se asocia con la sangre menstrua. En Cuarentena, el hilo unificador de tal amalgama genérica es precisamente la sangre que mana desenfadada del cadáver exquisito del cuerpo rezagado de la menstruante. Esta metáfora del cadáver exquisito resulta propicia, toda vez que se trata de un cuerpo construido colectivamente a partir de entendidos culturales a menudo prejuiciosos, acerca de las implicaciones del sangrado femenino que potencia la reproducción.

Escribir un libro de sangre, empapado de letras-coágulos es, a fin de cuentas, una apuesta a la página en blanco que tiene mucho de toalla sanitaria. En su ensayo “La risa de la Medusa”, plantea Hélène Cixous que la mujer escritora escapa la “mistificación fálica” (57) [1]  por medio de una recuperación de la figura materna que le posibilita escribir “con tinta blanca” o “buena leche-de-madre” (Cixous 57). Esta poderosa metáfora revela, a un tiempo, la tradición de invisibilidad que ha caracterizado las letras femeninas en una institución literaria patriarcal y la posibilidad de escapar el silenciamiento de voces femeninas en la literatura. Asimismo, la re-membranza del cuerpo materno [2], como compuerta a la creatividad de la mujer escritora, nos transporta a la célebre frase de Virginia Woolf en su ensayo, no ya seminal sino más bien ovular, A Room of One’s Own: “We think back through our mothers if we are women”. La recomposición del cuerpo de la madre, el reingreso al útero materno como “cuarto propio”, permiten a la mujer con vocación de escritora recuperar el perdido hilo granate (menstrual) de su propia voz creadora.   

Pero, ¿cómo se escribe una menstruética, o una est/ética de la menstruación, sin incurrir en una mera inversión del esencialismo de género que relega a las mujeres a la tienda o carpa menstrual? O más simplemente, ¿cómo se ubica la menstruación en su justo plano de materia estética, sin llegar a proclamar acríticamente que se trata de una condición sine qua non para el acto de la escritura?

Para comenzar, un tema “impuro” como el de la sangre menstrua se insinúa, en Cuarentena y otras pejigueras menstruales, en un género gozosamente “impuro” como el de la miscelánea. Así, se asume la parcialidad como punto preferido de observación, lo cual permite evitar el camino tortuoso de  las generalizaciones dogmáticas acerca de la menstruación. Para continuar, la tienda menstrual del texto se halla habitada por una variedad de “reclusos menstruales”, que va más allá de meramente la mujer menstruante. En el cuento “Leyendo a Virginia”, por ejemplo, encontramos a la mujer excedida por la sabiduría nueva de una menopausia que le marca el camino hacia una existencia auténtica.

También nos salen al encuentro figuras masculinas obsedidas por una sensibilidad menstrual. Pienso en Federico García Lorca, quien en Poeta en Nueva York incluye el siguiente verso: “para decir mi verdad de hombre de sangre”, expresión ésta que también figura en su teatro. A Lorca, “hombre de sangre”, que escribe persistentemente sobre sangre, le reserva Cuarentena un poema titulado “Lunática, o Romance de la bicha Luna” (109). También celebra Cuarentena, entre otros, a Jacques Derrida, hombre menstrual “circunfeso”, sangrante vicario, a través de un judaísmo circuncidado que lo deja añorando el perdido anillo de piel. Igualmente, se puede avistar, en Cuarentena, a la niña que resulta víctima fatal de la mutilación genital, o a la mujer adulta que logra sobrevivir un embate tal y rehacer su vida creativamente.

Como escenario de un “freak show” se abre la carpa menstrual y despliega un espectáculo por donde no deja de desfilar la figura tan queer como menstrual del poète maudit puertorriqueño Manuel Ramos Otero. En él, la letra roja se queeriza bajo el signo de la “infección”, es decir, la  sangre menstrua y el virus de VIH se identifican como marca de una creatividad considerada como “maldita” o “réproba”. También transitan este “espectáculo menstruético de fenómenos” figuras como la de Palmira Parés, versión queer de la poeta puertorriqueña Julia de Burgos, que nos ofrece Ramos Otero en su “Cuento de la mujer del mar”; o, incluso, la figura andrógina de Virginia Woolf, metamorfoseada en su personaje igualmente andrógino de Orlando.

Después de todo, en la tienda menstrua se ve “de todo como en botica”, pura pejiguera o cosa molesta tildada de “poco importante”. Estas instancias molestosamente “histéricas” abarcan diversas instancias del accionar de figuras relegadas por la sociedad. Realizan sus “juegos malabares”, o juegos de sobrevivencia, en el cuarto rojo de la cuarentena, mujeres estereotipadas como “causantes del pecado original” y tildadas de “impuras” en virtud de su sangrado; mujeres éstas en busca de reivindicación, cuyos cuerpos, muchas veces, han sido manipulados para regular funciones como el placer, la reproducción y hasta la vestimenta. Pero también desfilan figuras burlescas, como la de un Sigmund Freud, el cual, juntamente con Wilhelm Fliess, torna (hecho histórico) la nariz de la paciente Emma Eckstein en locus de catexia homerótica, como se ve en la obra teatral “‘Como un Etna privado’: éranse dos a una nariz pegados”. En la tienda menstrua departen amistosamente, asimismo, Eva y la Virgen María, en virtud de un sangrado que logran ver como don de una divinidad identificada con las funciones femeninas. Así se pasa de la “Secuencia de Eva”, “sincronizada su hora/ con el divino reloj” (Cuarentena 112) a un villancico para cantarse en celebración de la primera menstruación de la madre de Dios.

Para volver a la pregunta original, ¿cómo se escribe una menstruética, esto es, una celebración de la sangre que nos circula y circunda como especie, hilo que literalmente nos mantiene suspendidos entre la vida y la muerte? Una respuesta posible sería que se escribe con sangre, como todo lo que se escribe, a decir verdad, porque se hace desde el pulso de las arterias que, a fin de cuentas, remontan a la veta materna, la arteria madre de la sangre menstrua que potencia nuestra existencia. Con esta fuerza mágicamente creativa que colora la letra cuarentenesca se escribe una menstruética. Entre el confinamiento de la sangre y el estallido de la letra-coágulo que mancha la página, Cuarentena y otras pejigueras menstruales le canta a la gozosa osadía de la sangre y lo hace menstruéticamente, reafirmando, tal y como lo hace en el cuento que abre la colección, “Si Aristóteles hubiera menstruado: quimera filosófica en una descarga”, que: “Si Aristóteles hubiera menstruado muy otra habría sido la historia” (20).


La autora es escritora y profesora de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, Wisconsin, U.S.A.

Cuarentena y otras pejigueras menstruales se puede adquirir a través de www.editorialislanegra.com, en librerías en San Juan, Puerto Rico, y por medio de www.amazon.com.

Notas

[1] Hélène Cixous. La risa de la Medusa. Ensayos sobre la escritura. Prólogo de Ana María Moix. Traducción de Myriam Díaz-Diocaretz. Madrid: Editorial Anthropos, 1995.

[2] Pienso en el título Remembering Maternal Bodies: Melancholy in Latina and Latin American Women’s Writing (Palgrave Macmillan 2006), de Benigno Trigo.