Veinte días en Puerto Rico

Cultura

No iba a estar en paz hasta lograr ir a la playa. Cumplí mi cometido, fui pero solo en una ocasión. Una única vez bastaba para saber que estaba en Puerto Rico. Ni el golpe de calor que te recibe al llegar al aeropuerto, ni el timbre sonoro de nuestro español ni la amabilidad de mi gente me hace sentir tan parte de la Isla como sus playas y la cultura que gira alrededor de ella. Arena y marullos fuera de los meses sin ‘r’ como me decía mi abuela riograndeña cuando era chiquito: la playa en Puerto Rico está buena solo de mayo a agosto.

Pero aquí estaba, en el mes de diciembre. Uno lluviosamente espantoso. Unas tristísimas navidades a lo largo de la Isla por falta de dinero, por cúmulos de problemas, por el crédito, por el retiro y los malos asesores de comunicación del Gobernador. Solo la playa puertorriqueña podía aliviarme una mala retahíla de reuniones navideñas con cada vez menos espumante y regalos. Claro, se comió mucho y bueno: el lechón a la varita siempre sabe mejor en proporción al tiempo que llevas alejado del terruño, mientras menos veces regreses más rico sabe.

Ahora fuera del estupor navideño, en ese solitario día de playa comprobé la desdicha de ser una criatura caribeña habitando geografías inhóspitas. En mi caso, Lima, esa que en otras ocasiones he descrito como una feroz culebra desértica, es mi poco grata región. Más de la mitad del año cubierto con una capa gris insondable, y otros pocos dedicados a un verano calcinante, húmedo y lejos de toda playa apta para un caribe, las coordenadas limeñas distan mucho de lo que es Puerto Rico.

En Perú extrañaba levantarme temprano, ponerme el traje de baño, buscar la toalla, la sillita y dirigirme hacia el mar. Ese día pude repetir esa rutina. Cada vez que llego a la orilla me quiebra el fuerte sonido del viento y, a pesar de que veo a varias personas disfrutando del sol, por instantes me pierdo y me pregunto si no estoy solo frente a las olas y lo demás son espejismos. Durante los primeros minutos, me encierro dentro de mí mismo. Solo soy yo, el bravío de las olas, los dedos del viento, la luz del día. Respiro el aire, entierro mis pies en la arena parda y miro hacia el firmamento. Abro mi silla de playa, la ubico y ya es como si ganase un premio: esa suerte de siempre volver al primer amor sin importar el tiempo ni las distancias.

Unas cuantas horas valieron para descansar no tan solo de todo el 2013 sino de los malos augurios que todos parecieran diagnosticarle a Puerto Rico para el 2014. Los sistemas de pensión, la degradación del crédito, el constante desempleo, el caso Casellas y el éxodo voluntario (del que soy parte) son los temas del día al día y son importantes, pero también son los que pretenden atraparnos en una ciénaga de desilusiones y depresiones.

En mi urbanización de Bayamón los vecinos dejaron de poner luces festivas. Todo por culpa de la AEE. Todo por culpa de Moody’s y USB, el ELA y AGP. Cabe la trillada pregunta: ¿hacia dónde va el País? Salvo a la categoría chatarra (el paro magisterial empezó y ojalá vengan otros más), nadie sabe hacia dónde va. Este periódico y el economista Sergio Marxuach, entre otros, han dado un interesante panorama para este año: el desbarajuste total (como secuela al Banquete Total de Jay Fonseca). El fondo es que Puerto Rico necesita cambios urgentes e inclusivos y el pueblo, no los políticos, debe ser el agente catalítico.