Ladera Sur: Puerto Rico y el corredor perdido

Creativo

altEpístola del Caribe

El 5 de agosto de 1816 las playas de Vieques, robustas en silencio, esperaban el anclaje de un bergantín llamado El Indio Libre, que mucho más que la nobleza del nombre, albergaba a una tripulación saturada de hambre y cansancio. El silencio es el silencio, dijo alguna vez Samuel Beckett y en ese mismo territorio, El Indio Libre, llegó en un silencio eficaz e indetectable por las tropas españolas, en aquel Borikén adscrito a la Gran Metropoli. Sus miembros, pertenecían a una complicada comisión libertadora de expedición en Haití. Del ideal a los brazos, esta tripulación estaba comandada por un hombre en soberbia mocedad, intrépido, visionario, que recogiendo voces de cada uno de las tierras ocupadas por el tirano iba levantado una sola América. Esa madrugada del 5 de agosto de 1816, en las playas de Vieques, repito, anclaba su huella más allá de toda memoria, Simón Bolívar, El Libertador, que en ese entonces tenía 33 combativos años fugitivo entre el duermevela, la sangre, los gritos de la pólvora, la paz de Manuela Saénz, y la guerra de los hombres.

Bolívar navegaba desde las costas venezolanas donde había sufrido una derrota en una de las múltiples campañas contra España. En aquella época Haití se había convertido en una república independiente de Francia que daba asilo y respaldaba las causas republicanas en el continente americano. Por ello Bolívar consideró que Haití era el lugar adecuado para organizar una expedición militar hacia Venezuela con la ayuda del presidente de ese país, el general Alexandre Petion.

Pero en ese suspenso en los días de su historia, ese anclaje ya legendario en una isla llamada Vieques, olvidada por el imperio, visitada solamente por piratas y corsarios, derrochados en sus bultos de asalto, su gula, y las malas regiones de la lujuria, nos indicaba un punto de longitud en la brújula.

Es partiendo de ahí, de esa noche inmóvil donde comienza el discurso de la “Confederación Antillana” El Caribe en un solo cuerpo, un solo destino, una lumbre y una sombra, un páramo de rostros victoriosos porque él, llevaba en los labios la consigna “Dios concede la victoria a la constancia” Vieques, formó parte entonces del lema de Bolívar cuyo abrigo era, la libertad y la justicia social, la igualdad de todos los hombres y el derecho a tener alma y tierra libres y soberanos. Un año antes de la llegada silenciosa a nuestras costas Bolívar escribía:

“Las islas de Cuba y Puerto Rico que entre ambas pueden formar una población de setecientos a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles porque están fuera del contacto de los independientes. Más, ¿no son americanos estos insulares? ¿no son vejados? ¿no desean su bienestar?”

Estas preguntas siguen acompañándonos, como una sombra, o el amargo visitante que asoma su lenguaje una vez, nuestra irresolución llega al verbo, llega a la sorpresa del extranjero que distanciado de nuestra realidad, solo pregunta, ¿hasta cuándo? Decir entonces que somos la pieza más luminosa en el corredor perdido no es error, es una realidad. Ahí está La América que liberó Bolívar, Sucre, San Martín, tan cerca de nosotros. Ahí está México, o aquella ciudad de Guadalajara, lejos de las naves quemadas de Hernán Cortés y su delirio con Moctezuma, incólume en el lecho de espinas de su insomnio-metáfora gloriosa de Octavio Paz en su poema Piedra de Sol-la Guadalajara de la narración donde se nombra a Beatriz Hernández, una de las mujeres que acompañaron a los primeros vecinos de la villa y donde a corridos de mariachi se va cantando que fue ella la causante de la fundación de la villa en el Valle de Atemajac hoy corazón de Guadalajara.

Ahí está esperando en ese corredor la otra bahía del caribe, la canción festiva del inmenso Palés Matos, sabrosa de melaza y rones, las islas sudorosas del tumbao y caderamen, “Antilla: vaho castizo, de templa recién cuajada” La Santa Lucía de Derek Walcott, la frondosa cepa de magos que funde en Curacao la rueda parlante de los astros. Van en ese corredor Colombia, Costa Rica y Venezuela, amando a Puerto Rico y Puerto Rico no las recuerda.

Esa Ladera Sur, esa represa, queriendo abrirse en vocablos, histriones, narraciones, poesía extemporánea, sigue siendo un vacío cercano y provocador. Ya sabemos que Cuba fue, o sigue siendo una palabra carcelaria si nos da por decir a viva voz Sierra Maestra, monte glorioso rememorando a unos jóvenes que bajan triunfantes a marcha, agallas y armas, y dislocan la fantochería de Fulgencio Batista y el putísimo régimen de los casinos americanos, y la explotación de los hijos de una tierra. ¿Por qué esa lejanía? ¿Por qué esa sombra en los oídos de la no-existencia? Somos una colonia, mala palabra, como decir carajo, o decir por disparate que Satanás existe. Somos una colonia todos los días, allá esas “republiquitas bananeras” como oscilan decir en su ignorancia los buenos hijos de Sam, porque “Made in United States” nos hace hijos de Dios y Cristo es niuyorquino. Miami, Orlando-Municipio 79 de Puerto Rico-Boston más racista a pesar de la sangre de Malcolm X, Luther King, la resistencia de Rosa Parks, el Nobel a Toni Morrison. Rita Moreno en la Quinta Avenida, enarbolada con el aroma de café cargadísimo colado en su inolvidable Humacao, y el dolor de ser María en la inmortal West Side Story. Somos una colonia, ay bendito, ¿qué nos queda?

Existe una profunda inconciencia de nuestra patria en ese corredor prendido de luces, tapiado de fragmentaciones, de malos rostros y agrias pantallas. ¿Hay gobierno? Pero por Dios que es traer a Tristán Tzara de nuevo a fundar el Dadaísmo, y repetir el escándalo de André Breton. Hace mucho tiempo que no tenemos gobierno, todos lo sabemos, pero seguimos siendo malos puertorriqueños votando por la “machina mansa” de los dos partidos y el tercero que ya no lucha y el cuarto y el quinto, que todavía soplan sus nombres. Después que no nos quiten los cupones, la manutención y la chorrera de Plaza Las Américas, que siga el baile del sonámbulo. ¿Me equivoco?

“Mamá Borinquén me llama

Este país no es el mío,

Borinquén es pura flama

Y aquí me muero de frío…”

¿Recuerdan esos versos? Son las sílabas de un puertorriqueño casi extinguido en la máscara de los rascacielos, el invierno sin herederos humanos, la indiferencia, el “God Bless America” desangrándose en el blanco cruel de los silencios. Virgilo Dávila, su autor, hábil poeta, a pesar de su alma contraria-se comenta que era estadista-más actualizado que Manuel Alonso cuando nos pintaba al Boricua-Terrazo, labriego, ensoñador, apasionado, y febril de amores, en ese Puerto Rico

de muchos acres vírgenes, de otras lontananzas, otras explanadas sembradas bajo calma. Virgilio nos habla del puertorriqueño hijo y dueño de la diáspora, resfriado y confundido, brusco de cambio y emoción, con diploma y sin diploma, ya enfrentando su realidad por siempre inconclusa. O el puertorriqueño que miente a su mamá diciendo que ya consiguió trabajo, que le pagan bien, y que pronto le enviará la blusa de moda que vio trasquilado en una vitrina, porque la ventisca helada le rasgaba como cuchillo las mejillas, y apenas a corta mirada alcanzaba ver en Blomingdale´s una blusa cascabelera, a la usanza de Nicole Kidman y cavilando en una poesía de picadillo vio a su vieja exhibirse orgullosa y oronda, “el bello regalo que me hizo el nene desde que se fue allá afuera” cuando en verdad, o mejor, como dice nuestro José Luis González en su inmortal relato “La Carta” es un deambulante roído y agazapado en un zaguán, esperando la oportunidad o la muerte, dentro del desmayo del “American Dream”.

Y allá luego, esa ladera sur, desconocida, lejana en el discurso de Bolívar, donde nada llega, república ortodoxa, llena de platos vacíos, incolora. Al menos sepan que esa es la historia barata que nos venden las modernas televisoras del imperio, cuando hacemos la preguntas de provocación.

Otro holocausto de la colonia.

 

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