El negro peligroso

Cultura

Soy un negro peligroso. Lo supe hace poco tras visitar un amigo en su casa. Sucede que este amigo vive en una de esas urbanizaciones privadas donde hacen su vida, encerrados en su opulencia, la “gente bien” del país. Esos que van a colegios exclusivos en los que, más allá de ciertas nociones fundamentales de matemática, ciencia e idioma, se les enseña a los señoritos y señoritas bien que allí reciben enseñanza a saberse parte de una clase social superior que debe, a toda costa, mantener una considerable distancia respecto al resto, es decir, a nosotros los que tenemos caras y colores “raros”.

Una señora vieja que llevaba de mano a una niñita me vio caminando por la calle donde vive mi amigo. Su cara de espanto al verme daba para una antología. ¡Un negrito en la urbanización! Le respondí a su espanto con una sonrisa y seguí, imperturbable, mi caminar. Yo llevaba, recuerdo, dos libros en mi mano izquierda. Según tengo entendido aún no se inventan libros que disparen. Cuando llegué a la casa de mi amigo vi como un carro de la seguridad privada de la urbanización pasaba a paso lento. La señora cumplió con su deber: vio un negro peligroso y llamó la seguridad. ¡Excelente por ella!

Hay dos casos, ambos con finales trágicos, que explican perfectamente cómo opera la mentalidad racista de la gente que teme al negro peligroso. Ese sujeto siempre sospechoso, dada su natural y endógena propensión al crimen y a joderlo todo. Uno tuvo lugar en Puerto Rico y el otro en la Florida en Estados Unidos. El caso de Pablo Casellas y el de Trayvon Martin y el vigilante comunal George Zimmerman. Primero hablemos del primer caso.

Pablo Casellas es un privilegiado de la vida: nieto e hijo de gente adinerada con acceso directo al poder político y económico del país. Asistió desde siempre a colegios privados exclusivos. Como buen burgués boricua es blanco, con una mirada que destila seguridad y confianza, gusta de saberse superior, habla inglés a la perfección y, sobre todo, conoce muy bien eso del negro peligroso. Una mañana de verano su esposa, que respondía al nombre de Carmen Paredes, murió abatida a balazos en el patio de la casa en que vivían. Sobre una terraza que en su centro tiene una bonita piscina, sentada en una mesa mientras, al parecer, usaba su computadora portátil, la mujer en cuestión recibió varias ráfagas de disparos. Cayó muerta al instante. Su sangre corrió por toda la casa…Cuando aún el cadáver estaba fresco, llegó, dice él, Pablo Casellas a la escena del crimen. Se topó Pablito con su esposa muerta. Tan reciente era el asunto del crimen que los supuestos perpetradores del asesinato aún estaban en la casa. Así las cosas, resolvió Pablito ir a buscar una de las armas de su arsenal privado para ajustar cuentas. Disparó varias veces pero sin resultado alguno. Los asesinos lograron huir brincando una verja, apuntó Pablito. Acto seguido, dijo a la policía que los asesinos de su esposa eran dos negritos bajitos que vestían ropa deportiva. Dos negros peligrosos entraron a la urbanización de la gente blanca y rica, “gente buena y tranquila”, a hacer lo que el demonio que llevan dentro les impulsa hacer: matar y joder.

Los días siguientes a la muerte de la mujer fueron barajando varios asuntos que, al mismo tiempo iban, a paso de paquidermo unas veces, más rápido otras, ordenando ciertos elementos del crimen toda vez que el relato de los negritos se desvaneció. No obstante, la policía quería los negritos. Cuentan unos muchachos del humilde sector Los Filtros de Guaynabo –cerca de la casa de los hechos-, que mientras jugaban baloncesto en la cancha del barrio unos policías llegaron donde ellos y les pidieron acompañarlos al cuartel. Fueron interrogados los muchachos. Les cayó el “sistema de justicia” encima. Dos de ellos eran negritos y bajitos. Tal cual apostilló Pablito respecto a los sujetos que vio huyendo de su casa.

¿Por qué Pablo Casellas, un individuo con suerte en la vida que a diferencia de la inmensa mayoría de puertorriqueños lo tuvo todo desde su nacimiento y que, muy posiblemente, jamás haya tratado personalmente con personas negras pobres, hilvanó tan rápidamente el relato de los dos negritos asesinos? Esta pregunta encuentra su correspondiente respuesta en la historia y sicología colectiva de nuestros países caribeños. Somos países eminentemente racistas. Nos formamos como naciones según los dictados de unos preceptos racistas. Un sistema de jerarquización racial donde el blanco, en virtud de su superioridad ontológica y espiritual, debe mandar, ser el rico, el inteligente, el buen mozo, el creador y el buen cristiano. El blanco es la materialización de lo bien hecho. En tanto el negro, el descendiente del africano esclavo, es lo opuesto: el ejemplo perfecto de que en algún momento la naturaleza se equivocó. Los negros somos feos, brutos, salvajes, torpes, diabólicos, y sobre todo, muy peligrosos. La peste negra dijo Thomas Jefferson al referirse a los negros que hicieron la Revolución Haitiana.

Los negros tenemos el pelo malo, el pelo bueno es de los blancos; tenemos nariz ancha y aplastada, la del blanco es erguida, perfecta; los negros creemos en cosas del diablo, los blancos en cambio siguen a pie juntillas las sacrosantas enseñanzas de Dios que contiene la biblia. En ese sentido, ante ese orden de cosas, el negro es pues elemento prescindible solo útil para hacer las tareas arduas que el blanco no debe hacer. Entonces, para mal de males, dice nuestro relato oficial popular que el negro, infeliz ante su deleznable realidad, tiene mucho odio. De ahí gran parte de su acentuada peligrosidad.

Entonces el blanco rico resolvió replegarse. Hacer su mundo blanco lejos de ese negro malsano, feo y bruto. Primero, para que no ensucie su mundo y pureza –que una blanca o blanco de abolengo se casen con una persona negra es en el mejor de los supuestos improbable-; segundo, para que lo feo del negro –el pelo malo, la nariz ancha y bemba grande- se quede allá con ellos; y tercero, para evitar caer en las garras de la bruta peligrosidad de los negros malos. Dichos dictados, en estos países donde siempre ha primado la gente prejuiciada, asustadiza e ignorante, fueron tranquilamente aceptados por todas las partes. Por los blancos privilegiados que ocupan lo más alto de la pirámide; por los del medio, muchos de ellos amulatados pero que no obstante luchan incansablemente por negar cualquier vestigio de negritud en sus vidas, toda vez que siempre es útil el recurso de la fotografía o el relato del abuelo o familiar blanco que “llegó de España”’; y en último lugar por los de abajo, la mayoría negra y mulata que, faltos de educación y optimismo, aceptan esa terrible realidad impuesta sin hacer mayor oposición.

Así se tejió nuestro entorno racista por antonomasia. Donde hasta el más nimio de los asuntos encuentra su explicación en el color de piel de los implicados. Donde las clases blancas privilegiadas que desde los días de los días controlan nuestros países, han construido sistemas de ley –que no de justicia, cosa muy diferente- para mantener a raya al negro pobre y peligroso. Una justicia que, al decir de Ramos Antonini, es una perra que solo muerde al pobre. Donde existe un sistema político de partidos excluyente, laberíntico e inaccesible para el negro pobre y peligroso. Nuestras democracias, con estos pútridos sistemas, son cuanto menos una auténtica en tanto que muy efectiva cortina de humo. Nuestra “libertad”, en cuanto a los negros y pobres se refiere, no es más que una trampa que tejen los privilegiados para que este sector de pobres, marginados y postergados se enrede mientras cree que vive “libre” y puede ser “alguien” en un futuro que el relato oficial eleva a cosa cuasi bíblica porque de ello vive. Queda pues explicado el porqué de los negritos de Pablo Casellas.

Miremos el caso de Trayvon Martin y George Zimmerman. George Zimmerman es un triste vigilante comunal de una comunidad de la Florida, que un día se topó con un negro adolescente que vestía ropa deportiva y cubría su cabeza con una capucha. Un negro con capucha, a paso lento y sinuoso andando en un sitio de blancos. Le quedó muy claro a Zimmerman que había que disparar. Así lo hizo. Desenfundó su pistola y la emprendió a balazos contra el muchacho negro. Un tipo armado mata a un negro peligroso que iba desarmado…

De inmediato los medios noticiosos fueron tras este hecho. Poco a poco se fue ventilando lo acecido aquel fatídico día. Al parecer el adolescente negro y Zimmerman intercambiaron algunos golpes antes de los disparos. Supongamos que el joven negro fue el primero en lanzar un puñetazo. Convengamos en ello. Muy bien. Pero entonces, porqué Zimmerman, como quedó fuera de toda duda demostrado, se abalanzó primero contra Trayvon Martin a cuestionarlo sobre su presencia en el lugar. Muy fácil, porque era un negro peligroso. Y no conforme con ello, Zimmerman, un hombre adulto y robusto, fulmina a tiro limpio a un adolescente desarmado de menor tesitura física y escasa estatura. Pero en fin, Zimmerman se defendió de un negro peligroso. El recurso de la legítima defensa.

En una sociedad mediatizada en extremo como la estadounidense pronto este caso acaparó titulares y se convirtió en comidilla infaltable en las conversaciones y debates nacionales. Un auténtico cóctel de posiciones encontradas salió a la superficie. Como era de esperarse los americanos se dividieron en bandos raciales. Los negros consideraron que habían matado uno de los suyos por el simple hecho de ser negro, por ser sospechoso debido a su negra piel. Los blancos, por su parte, sacaron sus vetustos miedos: Trayvon Martin era un negro peligroso y delincuente. Zimmerman hizo bien. En Estados Unidos, una sociedad con un pasado racista virulento y criminal, donde para encarcelar por largos años un negro solo era preciso el dedo señalador de un blanco, la minoría blanca rica, para preservar un estatus de supremacía y manipular la masa blanca mayoritaria -ignorante, cavernaria y reaccionaria por demás-, inventó la figura imaginaria del negro irracional y violento por naturaleza. Ese negro que era preciso encarcelar o matar en el peor de los casos. Y en el mejor, obligarlo a vivir en guetos que las hacen, a todas luces, de una suerte de campos de concentración. De tal modo es que aprenden los blancos estadounidenses a protegerse del negro peligroso. En ese mismo orden, comienzan a poblarse las cárceles americanas de negros que, por ejemplo, eran condenados por jueces blancos a largas estadías presidiarias porque un blanco lo acusó de robar o porque una blanca dijo que intentó violarla. Así sin más. Añádasele a esto que los negros, siendo el sector más depauperado y postergado del país, tienen que enfrentar un “sistema de justicia” donde es indispensable tener recursos económicos para encarar la ley. Así las cosas, el negro peligroso, culpable hasta que demuestre lo contrario, debe hacer frente, sin dinero ni buena orientación, a una ley escrita, interpretada e impartida por blancos que, en su mayoría, llevan consigo, en su ADN, el miedo y rechazo al negro peligroso.

Así llegamos al Estados Unidos que absolvió a George Zimmerman por haber matado a balazos a un adolescente negro desarmado. Un caso que si hubiese sido a la inversa, estaríamos ahora mismo contando los años que debía pasar tras las rejas Trayvon Martin.

Estados Unidos y Puerto Rico. La ultrapoderosa potencia económica y la hermosa isla caribeña. Los gringos y los boricuas. Somos tan diferentes y tan parecidos. Diferentes en cuanto a idioma, idiosincrasia, cultura, cosmovisión de mundo y vida, religión, comida y clima. Pero muy iguales en lo execrable: en el prejuicio y el racismo. Ellos allá con su racismo ya proverbial. Nosotros, en cambio, pícaros al fin, con nuestro racismo solapado, silencioso, enmascarado, maquillado, no obstante igual de malsano, idénticamente peligroso. En Estados Unidos el sistema de ley aplasta al negro así, tal cual, sin cortapisas. Mientras aquí en el nuestro, que un negro de barrio o residencial público sea acusado de atentar contra una familia blanca de clase alta. Vaya usted a saber, amigo lector, cuánta probabilidad tendrá el negro de, aun siendo inocente, solventar a su favor tal situación.

En ese sentido, me parece, nosotros los de color “raro”, los negros, los que nacemos con poco, tenemos que cuidarnos y educarnos para, cuando sea el caso, tener al menos con qué enfrentar este sistema de ley hecho y dirigido por blancos prejuiciados que temen al negro peligroso, y en consecuencia, donde vamos con todas las de perder. Saber que mucho de lo que nos han enseñado como democracia y justicia es una tremenda mentira, un chiste macabro. Yo, en lo que a mí respecta, trato de andar muy alerta, siempre despierto, para que si llega el día en que tengo que encarar nuestra ley por ser un negro peligroso, al menos, si bien será imposible salir indemne, por lo menos evitar la cicuta, es decir, el peor de los castigos.

De momento estoy considerando poner en práctica una actitud de defensa y renuncia y evitar entrar o pasar cerca de las urbanizaciones o lugares donde viven los privilegiados, no vaya a ser que coincida mi estancia en dicho lugar con la hechura de algún crimen. Puesto que si esto último pasa la tendrán demasiado fácil aquellos que me señalen y encuentren en mi persona el negro peligroso que, indudablemente, tiene que ser el autor de los hechos. ¡Ya voy andando con sumo cuidado! Eso sí, muchas veces ando con libros. De tal modo que debería algún iluminado de las autoridades articular un relato en el que un libro pueda ser usado como arma homicida, por ejemplo. En fin, que la señora de la urbanización de mi amigo que por poco sale corriendo al verme duerma tranquila. Es posible que por su gran casa yo no vuelva. Pero ojo, que soy un negro peligroso…