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Era difícil discernir entre ellas la muñeca. En ocasiones, la intensidad de la ausencia en los ojos de ambas llegaba a ser comparable. La primera, con sus largas piernas plásticas envueltas en satén, miraba hacia el horizonte fijamente desde la mesa de centro de la sala. La segunda, Mercedes, mi tía abuela, sentada sobre el sofá rojo, su torso jorobado tendiendo hacia la izquierda, concentraba también la mirada en un punto lejano. En aquella ocasión, dio cuenta de nuestra presencia tan solo después de haber recibido nuestro beso en su mejilla. Le preguntó a mi madre si había sabido de mi abuela y de mi padre, y cómo se encontraba la nena. “¿Cuál nena?”, le respondió mi madre. “La tuya”, agregó Mercedes. Me apresuré a asegurarle que era yo la nena de la cual indagaba, y ella, como en cámara lenta, luego de alinear su rostro con el mío, auscultó los iris de mis ojos en busca de una memoria trampolina.

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Había un pueblo que no sabía leer. Todo lo que veían, todo lo que olían, lo saboreaban para entender... su esencia.

Lo tocaban y rompían, lo arreglaban y escupían,... para nacer, acentos en símbolos hechos con palabras de fuego con madera, en sus manos y en sus lenguas; mientras derretían acero para solo endurecerlo. Afilarlo y apuñalarlo. Desangrarlo, acariciarlo… apreciarlo y entenderlo.

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“Empezaré a vivir como resucitado”.

Juan Sáez Burgos, sobrino de Julia y poeta de Guajana.

La “sombra blanca”, indeleble, de Julia de Burgos, se cierne, más luz y aire y agua y alegría, que otras cosas, sobre toda la nación puertorriqueña. Para ello nos hemos servido de la aportación y el auxilio de todo un país que, aunque hundido en el pesimismo de la chatarra, echa mano de un vigor inusitado que nace de un poderoso corazón al que Julia de Burgos le ha servido de oportunísima bandera.

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