Buda Gautama, Jiddu Krishnamurti, Tirumalai Krishnamacharya, Maharishi Mahesh, Pattabhi Jois, Bhagwan Shree Rajneesh, Sadhguru, Ravi Sankar. Bikram Choudhury, son algunos de los nombres de famosos gurús de los que le hablaron, cuando se unió en la década de los ’80, a un grupo que estudiaba parasicología y fenómenos paranormales. Allí conoció médicos, periodistas, escritores, profesores universitarios, estudiantes, electricistas, en fin, gente de todos los niveles sociales y educativos. Quedó maravillada con la sabiduría del líder del grupo; hablaba con tanta seguridad de temas que, a ella, le eran desconocidos. Lo admite: el gurú la cautivó.

Nuestro gurú era un hombre guapo, alto, brillante y con una personalidad irresistible. Todos los viernes, junto a una amiga, acudía a su encuentro como decenas de personas. Él, llevaba diferentes recursos que hablaban de percepción extrasensorial, de telequinesis, viajes astrales, la vida en otros planetas, hipnosis, el espiritismo y la espiritualidad, el yoga, en fin, quedó fascinada. El gurú, por medio de la telequinesis, adivinaba las cartas que sostenía otro de sus ayudantes, sin ni siquiera haberlas visto; por lo menos eso fue lo que le hizo creer a sus seguidores. Con autoridad, hablaba de historia, antropología, ciencia, arqueología, matemáticas, asuntos militares, en fin, él todo lo sabía. Por lo bajo, había quienes comentaban: “se mete en temas que desconoce.”  Lorena los escuchaba en silencio y pensaba son unos envidiosos. De otra parte, su amiga comenzó a notar que estaba demasiado involucrada en el grupo y le advirtió: “ten cuidado que este no se convierta en otro Jim Jones.” Sus palabras la molestaron mucho pero no la inquietaron. El gurú no era un líder religioso y tampoco los llevaría a Guyana para suicidarse; esa fue su respuesta. Noelia decidió no opinar más sobre el asunto; seguiría acompañándola los viernes, porque no podía negar que la materia que allí se discutía, también le resultaba interesante.

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Solimar era joven, hermosa y radiante como su nombre. Tenía el pelo largo, color azabache, que recogía en un moño en forma de dona. Cuando entraba al salón, era inevitable mirarla, porque su belleza comparaba con la de una diosa griega. Era tan atractiva, que las otras alumnas sentían un poco de envidia, mientras que los varones, no dejaban de piropearla. Todas las semanas, llegaba acompañada a la universidad por un guardaespaldas, que a penas la dejaba respirar, y que la esperaba fuera del salón de clases. Lo mismo hacía en cada curso. Cuando la profesora llegaba al salón, veía al individuo sentado al lado de la puerta o a veces, parado en el pasillo observándola. En la hora y media que duraba la clase, Solimar parecía un robot que actuaba mecánicamente. No dejaba de mirar por el pequeño hueco de cristal que tenía la puerta de entrada. La profesora, un día se le acercó para preguntarle por qué la acompañaba siempre un guardaespaldas y de quién la protegía. Sorpresivamente, la chica contestó que ese era su novio y hasta ahí llegó la conversación.

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Ese era el nombre de la gata que llegó a la casona familiar hace cincuenta años. Un animal sigiloso, de colores brillantes y ojos verdes. Mi abuelo se encariñó con ella a tal extremo que olvidó que, a mi abuela, no le gustaban los gatos. Él, una vez llegaba de trabajar, se daba un baño, cambiaba de ropa y salía a llamarla. Su voz resuena en mis oídos al unísono cuando repetía: Mifufa, Mifufa, Mifufa. La gata sabía que era la hora de alimentarla. Llegaba cabizbaja al encuentro, con una humildad cuasi humana. Yo la miraba desde la puerta de la cocina, pero no me acercaba, porque como ya dije, a mi abuela los felinos no le atraían.

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Creo que todos, alguna vez en la vida, preparamos una lista de cosas para hacer antes de morir. La famosa bucket list.  ¡Por lo menos yo lo he hecho! Pienso tanto en la muerte que me asusto; al cumplir los cincuenta, el miedo a morirme está latente desde que me levanto hasta que me acuesto. Le pregunto a mis amigos si les pasa igual y me contestan que no. Mi Psiquiatra, un gordito simpaticón, me ha dicho: “Tiene que alejar esos malos pensamientos cuando vengan a su mente.” Al mismo tiempo, escribe en la receta zoloft y klonapin.  Sin embargo, la vida se nos escapa en un santiamén; aunque resulte un cliché hoy estamos aquí y mañana no sabemos que pasará.

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      Hay héroes, hay redentores y hay trúhanes.  El recién electo cabildero  por la estadidad es uno que cualifica para esta última categoría. Me refiero al que se le coló de güira al PNP. El imponderable chatero descendiente de mallorquines (lado paterno) entró al ruedo mediático como un Aquiles (el de los pies ligeros). Hay una moda, alimentada por cierta prensa banal, que realza y le da protagonismo a estos personajes.  Estamos llenos de ejemplos caricaturescos y bochornosos.   

     

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Pasados los días previos de la muerte del ex gobernador de algunos puertorriqueños, Carlos Romero Barceló, debemos poner y disponer en justa mirilla, el legado o desgajo de tal figura.  De todo lo que hizo en vida, vasto o chicuelo, considerable o desaforado, cerro o maravilla, dependiendo del color que se mira con sobrada miopía o buena puntería, su mayor contribución indisputada reclama e imputa su incursión determinante pero brevísima como púgil de pesos pesados. 

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El viejo maestro frente al espejo refleja su rostro agotado. Según llega a la jubilación, las calles se alargan confusas camino a la escuela. Comienza a olvidar los planes de clase, los nombre de sus alumnos, y hasta dónde demonios están sus espejuelos. Siempre había sido muy memorioso, ahora una fuerza extraña le evapora las palabras.

 

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El viejo y obeso doctor llegaba siempre a la oficina a la misma hora con su maletín en la mano derecha y en la izquierda el periódico. Todos los días, se levantaba a lascinco de la mañana, y tomaba una ducha fría que hacía que la somnolencia desapareciera. Luego, el ritual consistía en prender la cafetera para prepararse un rico café colombiano. A esa hora no podía desayunar porque cualquier alimento que ingiriera le iba a caer mal. Mientras esperaba que su espeso café negro estuviera listo, se vestía para salir a trabajar. Echaba la bebida caliente en un recipiente para llevar; apagaba las luces, cerraba la puerta, abría el portón eléctrico con el control, se montaba en su auto y se dirigía tranquilamente, a escuchar los secretos que sus pacientes en confesión le narraban.Cada vez que llegaba a la oficina había más pacientes, la mayoría de ellos con depresión porque ahora todos están deprimidos.

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